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Socio Debate

Revista de Ciencias Sociales

ISSN N° 2451-7763 e ISSN - Latindex N° 2451-7663

Vejez, Estado y control. Del eugenismo a nuestros días

Resumen:

A través del tiempo, las distintas sociedades definieron y dieron forma a aquellas personas que consideraban mayores. Ello condujo a que distintos enfoques o teorías mostraran interés en comprender y explicar el proceso del envejecimiento de sus poblaciones, como así también por parte de los propios Estados en interpretar y gestionar este fenómeno. Respecto al caso argentino, encontramos ya desde el Censo de 1869 una primera aproximación e interés del Estado por estas temáticas. Sostenido a lo largo del tiempo, el modo en que la vejez y la persona mayor eran definidas daría lugar a la forma en que ella se representaría y gestionaría. En este sentido, desde un análisis sociológico, el presente artículo tiene como objetivo revisar las distintas teorías desde las cuales la vejez fue analizada, el modo en que el Estado se aproximó a estas temáticas, sus representaciones sociales y cómo ellas dan contenido al modo en que el proceso de envejecimiento es abordado, transitado y gestionado. Finalmente, en un contexto de creciente envejecimiento poblacional, el artículo reflexiona sobre el impacto y utilidad de estas representaciones, las acciones llevadas adelante y los resultados esperados o no que pueden tener esas medidas.

Palabras claves: envejecimiento – vejez – control – orden – representaciones – Estado

Abstract: Throughout history, all societies have defined the people they consider elderly. And this led to different approaches and theories to be interested in understanding and explaining the aging process of their populations, as well as the interpretation and management by States. Regarding the Argentine case, we already find from the Census of 1869 a first approximation and State interest in these subjects. Sustained over time, how old age and the elderly were defined would shape how to represent and manage it. From a sociological approach, this article reviews different aging theories, how the State approached these issues, the social representations, and how they give content to analyze the aging process. Finally, in the context of increasing population aging, the article reflects on the impact and usefulness of these representations, the policies carried out, and the expected or not expected results that these policies may have.

Keywords: aging – old age – control – order – representations – State

Introducción

A pesar de que a lo largo del tiempo y en distintas sociedades ciertas personas fueron catalogadas como viejas por ser las mayores del grupo, para la sociología el proceso de envejecimiento observado hace algunas décadas adquiere dos particularidades significativas. En principio, un dato no menor es que, producto de mejoras en materia de la calidad de vida y avances médicos y tecnológicos, entre otras razones, asistimos a una extensión de la esperanza de vida que, con distinto énfasis, se refleja en todas las sociedades del mundo. Esto llevó a la redefinición de aquello denominado vejez y, por consiguiente, viejo/a. Así, producto de la prolongación del tiempo vital humano, nos encontramos con que las personas viejas sean ahora, valga la redundancia, cada vez más viejas. Además, vivir más tiempo brinda en el curso de vida la posibilidad de acopiar más y diversas experiencias. Ello también daría forma a que la construcción conceptual de la vejez ya no quede supeditada a roles como la abuelidad o la jubilación, sino a componentes generalizables y plausibles de análisis comparativos como la edad. En este caso, a toda persona mayor de 60 años (UNFPA, 2012).

Derivado de lo anterior, la prolongación de la expectativa de vida –sumada a la reducción de la mortalidad y el descenso en la fecundidad, entre otras variables intervinientes en el proceso de envejecimiento–, posiciona a las personas mayores como un grupo de peso en sus propias comunidades debido al porcentaje que comienzan a representar. En nuestro caso, basta con adentrarse en los últimos censos para hallar rápidamente el desarrollo creciente de la población mayor en la estructura demográfica local, la cual pasó de un 7% a más del 10% entre 1970 y 2010. Asimismo, el índice de envejecimiento era de 23.8 personas mayores por cada 100 jóvenes en 1970 y alcanzaría el 40.2 en 2010 (INDEC, 2012; Tisnés y Salazar-Acosta, 2016.

Respecto al registro censal, debe mencionarse que la primera aproximación es la que compete al realizado en 1869. Allí, a pesar de que eran categorizadas de modo disímil al actual, puede encontrarse un primer interés por parte del naciente Estado Nación por conocer a quienes conformaban su población; entre ellas, los y las mayores.

Por su parte, las modificaciones en las formas de denominar a la vejez conforme el paso del tiempo, conduce a la indagación que se propone este artículo: conocer los diversos modos en que fue pensada la vejez, su relación con las ideas y teorías principales de cada época y cómo ellas permearon la agenda pública (por ejemplo, en la conceptualización de la ciudadanía y el otorgamiento o no de derechos), como así también su desarrollo e hitos principales hasta la actualidad. En ese aspecto, a fin de situar históricamente y revisar las trayectorias que analizaron este fenómeno, nos valdremos de un enfoque sociológico desde tres aristas: las teorías del envejecimiento y vejez, de representaciones sociales2 y del control social.

A tal fin, el artículo será dividido en tres momentos históricos compuestos por hitos significativos que van desde el primer registro Estatal sobre estos temas, la emergencia de corrientes teóricas y las primeras legislaciones, hasta la llegada de la pandemia.

El supuesto del que parte el escrito es que esos lapsos temporales son coincidentes con dispositivos y modos particulares de ordenamiento y que su tratamiento estuvo emparentado con las visiones hegemónicas de cada época. Así, a pesar de experimentar cambios en el avance de derechos hacia las personas mayores,

Aún coexisten o vuelven a emerger miradas normativistas en el abordaje del envejecimiento y la vejez. Finalmente, mediante el análisis de las representaciones atribuidas a la vejez, indagaremos en sus diferencias o similitudes trazando paralelismos con las épocas en las que surgieron o de los contextos de los que se nutrieron, y su implicancia en la construcción de nuevas actitudes hacia las personas mayores.

La vejez en los primeros censos argentinos

En el clásico trabajo Vigilar y Castigar, Foucault (2014a) evidenció que el fin de instituciones como la prisión lejos está de corregir conductas consideradas desviadas. Contrariamente, su objetivo es validar algunas e invalidar otras. Al mismo tiempo, su población destinataria no se ceñiría a quienes transitan estas instituciones, sino a la disciplina de la sociedad toda. Ese binomio anormal-normal trascendería los muros asilares para plantear la peligrosidad del crecimiento de comportamientos patológicos en el conjunto social, siendo menester controlarlos. En ese aspecto, en el ejercicio del control y la disciplina, serán de vital importancia imágenes o representaciones de lo que es válido o no.

En esta sociedad punitiva, la forma prisión devendrá en forma social constituyendo así un saber-poder que se vinculará con la producción de un orden social específico. Este nuevo orden no se basará en excluir o reprimir, sino en instrumentos prácticos e ideológicos (Foucault, 2016). En ese sentido, propone clasificar a las sociedades conforme al trato que le dan, no a los difuntos, sino a los vivos, “a aquellos de quienes quieren deshacerse, y conforme a la manera como dominan a quienes procuran escapar al poder y cómo reaccionan ante quienes, de un modo u otro, saltan, violan o eluden las leyes” (p. 17).

Estas facultades –tanto en la validación de determinadas representaciones como en su accionar coercitivo– radican y son ejecutadas, en mayor o menor medida, por el Estado entendido como institución política con la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente (Weber, 2002, pp. 43-44).

En este punto es que nos preguntamos cuáles son los límites y alcances de esas figuras que cada sociedad define en algún momento histórico como anormal o patológico, como así también sus dispositivos de control. Entre ellas, el lugar que le compete a la población vieja.

En ese sentido, entendemos que la vejez no ha quedado exenta de este tipo de abordajes y tratamientos a lo largo del tiempo; razón que motiva el desarrollo de este artículo. Incluso podemos decir que la vejez también experimentaría similitudes respecto al tránsito por las instituciones asilares, geriátricos o residencias; imagen con la que el sentido común asociaría a la vejez durante décadas. Sin embargo, como veremos, dicha representación ancianidad-institucionalización es una de las tantas tipificaciones que no encuentra sustento en la realidad.

En efecto, existe un plano más allá del representativo que es el de la ejecución. Pero para ello primero debía conocerse la sociedad en cuestión y sus integrantes. Uno de estos sería la población mayor.

Si bien a lo largo del tiempo distintas sociedades mostraron interés por conocer y registrar sus poblaciones, es al Imperio Romano a quien se le atribuye la conversión de este en un problema público, ya que hizo “de las relaciones interpersonales un asunto de Estado, regulado y legislado por él” (Maldonado de Lizalde, 2002, p. 536); preocupaciones entre las que se encontraba no sólo el registro de esclavos o de botines producto de guerras de conquista, sino también la intención de la unidad social reflejada en la elaboración de las primeras leyes familiares y la promoción de la

fecundidad o la sanción a quienes no tuvieran hijos (Maldonado de Lizalde, 2002). Empero, suele considerarse que las primeras preocupaciones demográficas modernas fueron expuestas a finales del Siglo XVIII por Malthus en su Ensayo sobre el principio de población (2007). Allí el autor esboza parte de los interrogantes que consternarían a los incipientes Estados y darían forma a la economía global durante los años siguientes: las riquezas y recursos de las naciones, ¿crecen al mismo ritmo que sus poblaciones? De ahí partiría el interés moderno por conocer la conformación ciudadana.

Es a la luz de dicha matriz de pensamiento y en ese nuevo orden –caracterizado por un modelo agroexportador cuyo horizonte eran los centros urbanos europeos (Torrado, 2007)– en el que Argentina se insertaría en el concierto mundial.

A pesar de que existen antecedentes que indagaron la gestión de políticas orientadas a las personas mayores en la población rioplatense (Mariluz, 2009), no es hasta el desarrollo del primer censo cuando el naciente Estado Nación presenta un interés demográfico en conocer, describir y ordenar a su población. Contrariamente, previo a la formación del Estado, las acciones para la población mayor oscilaban en torno a la beneficencia o el asilo y eran generalmente administradas por instituciones eclesiales. Sin embargo, un punto en común que compartirían dichas acciones versaba sobre el modo en que era concebida la persona ayudada, siendo totalmente atomizada de su contexto: “la pobreza era vista o bien como un castigo divino o bien como resultado de acciones erróneas llevadas a cabo por los sujetos. Nadie era responsable por la pobreza del otro” (Mariluz, 2009, p. 8). En el margen opuesto, las causas de la esperanza de vida también se atribuían mayormente a factores exógenos, como “la salubridad del clima argentino” o genéticos-raciales (Argentina, 1872).

Por su parte, el primer registro censal sobre la población mayor local en manos del Estado, coincidiría con la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) y el retorno de veteranos lisiados y viejos o, en su defecto, la presencia de viudas y huérfanos, de los cuales este censo da cuenta. Por ejemplo, bajo el título Lonjevos se menciona la existencia de 234 personas mayores a 100 años (87 varones y 147 mujeres), atribuyendo la diferencia a “las guerras y las fuertes labores rurales a que se dedican los hombres”. Asimismo, 42 de ellas son extranjeras. También se destaca que “la relación de lonjevos con la población absoluta era de 1 por 7450” y en las personas de origen africano de 1 cada 61 individuos, encontrando esta razón en “la fortaleza de la raza africana que hemos visto atravesar con impunidad hasta las epidemias más mortíferas”. Otra mención que podemos encontrar es la presencia de tres personas de “alrededor de 130 años; 1 varón argentino de Santiago, y 2 mujeres, 1 argentina de Corrientes, y la otra africana” (Argentina, 1872, pp. 29-32). Si a ello incorporamos los grupos que en la actualidad se consideran personas mayores, aproximadamente el 2,39% de la población del primer censo sería vieja.

Si bien es difícil sopesar el alcance o rigurosidad de este relevamiento, ya que como destaca Oddone (1996) en determinados contextos y ante la ausencia de registros formales (como puede ser la inscripción al momento de nacimiento) la vejez suele ser definida de forma relativa-relacional por el propio entorno de la persona en base a roles o rasgos fenotípicos (aquella persona que parece o tiene actitudes de lo que se atribuye a la vejez)3, no deja de ser significativa esta primera aproximación. Ella no sólo evidencia el interés demográfico, por conocer y administrar la población, y político –como elemento propagandístico para fomentar la inmigración europea (Otero, 2013)–, sino también la matriz ideológica de la época en la cual estas acciones se llevaban adelante.

Este primer momento en que las ciencias sociales registraron a sus habitantes no sería únicamente bajo el halo de las preocupaciones malthusianas sobre la potencial carencia de recursos ante el crecimiento exponencial de la población. Dicho interés por regular la sociedad también coincidiría con enfoques higienistas y positivistas que además de tener una mirada biologicista sobre la cuestión social, se posicionarían como modelo hegemónico de pensamiento local y regional entre finales del siglo XIX e inicios del XX (Mailhe, 2014). En ese marco, la sociología local es definida como la “biología de los organismos colectivos” y su rol como ciencia social es cumplir “las funciones que entre las naturales corresponde a la Hijiene. Esta, antes que se haga necesaria el trabajo del médico, enseña los medios de prevenir las enfermedades que destruyen y apagan la vida física del hombre” (Criminología Moderna, 1899, pp. 67, 69).

Este deber moral de la sociología en el ordenamiento social, al igual que las explicaciones biologicistas (presentes en el censo mediante justificaciones genético- raciales para explicar la población centenaria), serían pilares nodales a la hora de dar sentido de unidad al país en los albores del Estado. La cual se perseguiría mediante operaciones de homogeneización de algunas identidades y la exclusión de otras (Fernández, 2012).

Pero la estigmatización o criminalización de identidades y conductas no se daría en abstracto. Los discursos biomédicos y eugenistas que desde finales del siglo XIX influirían en la construcción de los Estados convertirían al cuerpo en una cuestión inminentemente política. La sujeción de los cuerpos, su estigmatización o normalización “es cosa que se administra. Participa del poder público: exige procedimientos de gestión” como así también reglamentación a través de discursos útiles y públicos (Foucault, 2014b, p. 27). Así, quienes quedaban marginados de dicha normativa eran ajenos a su propia conceptualización como sujeto de derechos (Foucault, 1996).

Por otra parte, en su afán de construcción moderna los incipientes Estados tendrían como horizonte el autocontrol de su ciudadanía; proceso que, para Déloye (2004), daría origen “al ‘hombre civilizado’ pero también al ‘buen ciudadano’ que sabe gobernar sus pasiones y dirigir sus emociones” (p. 52). De ese modo, los Estados pondrían en práctica un abanico de dispositivos con el fin de ser obedecidos por sus súbditos, gobernar e inscribir el poder en los cuerpos (Rada, 2015), y transmitir simbologías y representaciones de un sentido identitario nacional. Entre ellas, imágenes de la vejez (Oddone, 2013).

Respecto a la combinación de los intereses políticos-estatales con la criminología y la medicina, su interdependencia y servicio mutuo, la corriente que posiblemente más nutrió a nuestras latitudes sea la Nuova Scuola del positivismo criminológico italiano4. En esa línea, como referente local, Argentina contó con Ingenieros (1877-1925), actor de gran relevancia en la Reforma Universitaria de 1918 y cuya obra, El hombre mediocre, fue de gran influencia para este movimiento.

Allí, se asocia la vejez a la tristeza, mediocridad, avaricia o desdicha, entre otras. Para Ingenieros (2004) “la decadencia del hombre que envejece está representada por una regresión sistemática de la intelectualidad. Al principio, la vejez mediocriza a todo hombre superior; más tarde, la decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre”. Pero su definición no se circunscribe a una categoría etaria, sino que es dada por condiciones corporales: “Cuando el cuerpo se niega a servir todas nuestras intenciones y deseos, o cuando éstos son medidos en previsión de fracasos posibles, podemos afirmar que ha comenzado la vejez” (pp. 103-104). Similares expresiones podemos encontrar en otras publicaciones del periodo. Por ejemplo, en Criminología Moderna (1989) la vejez se vincula al:

Desgaste de las energías vitales, especialmente de la actividad mental, la depresión del sistema nervioso, la exageración del sentimiento egoísta producto de la menor impresionabilidad afectiva y tal vez de la amarga experiencia de la vida, son los caracteres físio-psíquicos normales de la edad madura… En el septuagenario, existen los mismos caracteres, pero más acentuados aún, cuya naturaleza francamente morbosa se traduce en una verdadera alteración de las facultades intelectuales (pp. 85-86)

Esta consideración sobre la vejez no es exclusiva de estas publicaciones. Contrariamente pueden observarse enfoques semejantes en los siguientes censos (1895, 1914 y 1947). Siguiendo a Otero (2013), quien destaca que la intención de esos estudios radicaba principalmente en el relevamiento de quienes pudieran tributar, trabajar y brindar servicio en la Guardia Nacional, es comprensible que las primeras representaciones sobre la vejez sean patologizantes o la consideren una etapa ociosa de la vida. En 1895, por ejemplo, la categorización de las edades respondió a “periodos lógicos de la vida”, agrupando a los/as mayores de 60 años en tres: ancianos (61 a 70), septuagenarios (71 a 80) y última edad (81 y más) (Argentina, 1898). Por su parte, la inclusión de los/as mayores a 100 años sería considerada hasta 1947.

Cabe destacar que la influencia de las doctrinas de finales del XIX e inicios del XX sobre la construcción del Estado y su agenda política no sería aislada. Su impronta, método de estudio y categorías lograrían permear la esfera pública convirtiéndose en problemas del y para el Estado. En ese sentido, convertir un asunto privado (la edad o etapa de la vida de las personas) en un asunto público (un problema del Estado) a resolver (un problema para el Estado) tendrá necesariamente implicancias en la vida de las personas. Así, el modo en que se problematice la ciudadanía dará lugar al otorgamiento o no de derechos; es decir, si dichos sujetos son “merecedores” de las intervenciones estatales (Grassi, 2003). 

La vejez entre los derechos de la ancianidad y las primeras teorías sociales

Si bien situamos las primeras aproximaciones a la vejez a finales del XIX, los años 1940 serían un punto de inflexión respecto al envejecimiento como tema público y objeto de políticas. Para Otero (2020), las preocupaciones eugenistas seguirían vigentes en esta década de la mano de Bunge, quien observaba “un problema tanto cuantitativo (reducción del crecimiento demográfico) como cualitativo (degradación por mayor fecundidad de los menos aptos)” (p. 42). Además, el pensamiento de Bunge compartiría contexto con el debate por universalizar las jubilaciones. Para el autor, el crecimiento de la población mayor representaría una carga “sobre un número cada vez menor de espaldas” y las jubilaciones “un inmoral y antipatriótico ideal de vivir sin trabajar”, reforzando así el modelo deficitario y el carácter improductivo de la vejez (Otero, 2020). La obra de Bunge, además de ser de consulta fundamental en el período y en particular para el censo de 1947, compartía época con otras miradas fatalistas que también veían en la reducción de la natalidad, el aumento de la población mayor y la ampliación de derechos –como la jubilación– una catástrofe socioeconómica. Para Bunge (2021), los “recursos se destinan en medida excesiva a empleos, industrias del Estado y jubilaciones y retiros que en nada benefician al país, antes bien, lo perjudican material y moralmente” (p. 176).

Empero, el censo en cuestión se daría en el marco del gobierno peronista y la discusión del paradigma caritativo-filantrópico con el que la vejez se abordaba (Mariluz, 2009). Esto conduciría a la promoción de los derechos de ancianidad (Decreto 32138/1948) que a la postre se incluyeron en la Constitución de 1949. Este decálogo que recibiría rango constitucional incluía el derecho a la asistencia, vivienda, alimentación, vestido, cuidado de la salud física y moral, esparcimiento, trabajo, tranquilidad y respeto.

Al poco tiempo, producto del golpe de Estado de 1955, la Constitución de 1949 sería derogada, compartiendo marco con el arribo de nuevas teorías sociales sobre la vejez. Ahora ya no desde una mirada eugenista o higienista, sino con una óptica normativista. Entre ellas, la principal corriente que nutriría a las ciencias sociales de las décadas siguientes sería el estructural funcionalismo (Alexander, 1997). Otro enfoque de gran relevancia para las primeras indagaciones sociales sobre la vejez sería el interaccionismo simbólico.

A pesar de sus diferencias, ambas perspectivas tenían en común su nivel de indagación, ya que se “basaban en conceptos tales como roles, normas y grupos de referencia para explicar el grado de adaptación a la declinación que consideraban propia del envejecimiento”. Además, “al tratar de explicar modelos adaptativos exitosos o disfuncionales, se centraban en el individuo como unidad de análisis, independientemente del contexto cultural o de la situación social” (Oddone, 2010, p. 35). Así, encontramos un punto de conexión con las primeras aproximaciones a la vejez observadas en el apartado anterior: la explicación del envejecimiento es vista desde factores exógenos, tomando a la persona de forma atomizada y priorizando la estructura social antes que al individuo, sus necesidades, características o posibilidades.

Entre estas teorías sociales quizá la más relevante –tanto por su impacto como por ser la primera que buscó explicar el envejecimiento y en consecuencia aquella a quien los subsiguientes paradigmas buscarían contrariar– fue la del descompromiso. Influida por el estructural funcionalismo, postulaba que las personas mayores abandonaban, de modo universal e inevitable, sus roles, tratándose de “un proceso funcional tanto para el individuo como para la sociedad, ya que posibilita que las personas viejas cedan su lugar a la gente más joven y, al mismo tiempo, permite que los viejos se preparen para su retirada final, la muerte” (Oddone, 2010, p. 36).

Una de las teorías que intentaría refutar estas premisas sería la de la actividad. Ella sostiene una relación proporcional entre las actividades realizadas y la satisfacción y felicidad personal. Enmarcada posteriormente en la corriente interaccionista, dicha teoría argumenta que la percepción del sí mismo está íntimamente relacionada con los roles desarrollados y que, como en la adultez se perderían los papeles desempeñados, deben remplazarse por nuevas funciones a fin de mantener una autoimagen positiva.

Si bien estas no serían las únicas teorías del período, ambas fueron clave para diagramar la vejez como objeto de estudio y gestión. Por un lado, en el plano de las representaciones estigmatizantes y discriminatorias sobre las personas mayores que, posteriormente, serían definidas como viejismo. Tal es el caso por ejemplo del preconcepto de que las personas viejas se descomprometen natural e irremediablemente de su entorno o pierden interés por el mismo. Por otra parte, porque estos enfoques –más aún en el caso de la actividad– serían los que condicionarían y darían contenido a las políticas sociales que tendrán como población beneficiaria a los/as mayores, proporcionando la justificación conceptual al supuesto que subyace en gran cantidad de programas para los viejos: la actividad social es beneficiosa en sí misma y tiene como resultado una mayor satisfacción en la vida (Oddone, 2010).

En los años siguientes, una acción estatal destacable fue la creación en 1971 del Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados, conocido como Programa de Asistencia Médica Integral (PAMI); evidenciando el binomio salud- enfermedad. La vejez sería, principalmente, una cuestión plausible de análisis e intervención médica5. Esta preeminencia de enfoques médicos colaboraría “a reforzar las imágenes negativas sobre los viejos” (Otero, 2020, p. 62).

Pero esta mirada mayormente médica no se condecía con la realidad que estaba atravesando el país: Argentina comenzaba a envejecer. Esa nueva imagen que ofrecía la población, sumado a lo insustancial o limitado de indagaciones únicamente médicas o normativistas, sería terreno fértil para que emergieran indagaciones autóctonas de la sociología del envejecimiento.

A pesar del contexto opresivo, el desinterés gubernamental por considerarlo un tema “inocente” o “no político” permitía la creación de nuevas políticas sociales orientadas a la vejez durante la última dictadura. Empero, destaca Oddone, la problematización de la vejez siempre encierra temas críticos de la sociedad. En ese aspecto, posiblemente el principal aporte de este nuevo enfoque haya sido la dimensión disruptiva o a contracorriente de las teorías en boga en la época o del modo de gestionar la agenda de los/as mayores. Así, contrariamente a los intereses del momento, “lo que nosotros veíamos no era el tema de las familias, y no era el tema de la jubilación, era la falta de integración social y la falta de participación social lo que les estaba faltando a las personas”6.

En efecto, así como en el periodo anterior seleccionado comenzó a vislumbrarse una problemática, a delinear acciones que el Estado debía considerar y trazar vaticinios de cara al desarrollo de la población, esta segunda etapa culminaría 

con una mirada de la vejez principalmente médica y, en el caso de las políticas sociales, desde la jubilación. Incluso, la vejez quedaría asociada durante décadas a la cuestión jubilatoria (especialmente centrada en la figura de varón), siendo denominada “tercera edad” debido a la teoría de la estratificación por edades y la configuración de la sociedad en base a distintas etapas de la vida (Oddone, 2010, p. 38): una para la niñez –donde podemos situar fases de la vida como la primera infancia o actividades como el estudio–, otra para la mediana edad –el trabajo, la vida productiva y la autonomía– y una tercera definida por el ocio y la pérdida de roles.

La primera generación de teorías sociales –con predominio de la del descompromiso y la actividad– definirían a la vejez y su sujeto como personas apáticas y absortas de la realidad que las circunda, y cuyo desenlace normal y natural es el de permanecer ajenas a la interacción social o bien remediarlo mediante la promoción de la actividad. Así, las problemáticas de la vejez eran tomadas tanto de forma aislada como generalizada.

Pero a pesar de lo longevo de estos paradigmas, gran parte de esas premisas se mantendrían en modos de abordar y confeccionar la agenda para la población mayor. Así, como veremos a continuación, al tiempo que se profundizaría en la promoción de derechos o se cambiaría la forma de denominar al sujeto viejo, algunos de estos enfoques permanecerían, otros retornarían en contextos de crisis o emergerían nuevas nomenclaturas, pero de similares características.

La vejez en la Argentina reciente

Como se mencionara, el envejecimiento poblacional local se visibiliza desde 1970 superando el 7% de población mayor. Por su parte, la Ciudad de Buenos Aires ya presentaba un 9% en 1960 y la región Pampeana un 6% en el mismo año (RENAPER, 2021, pp. 4-5). Los datos se acrecientan si consideramos el intervalo analizado hasta aquí: de 1869 a 1980 la población mayor se multiplicó 49 veces en su tamaño (Müller y Pantelides, 1991).

También durante el siglo XX se amplió la esperanza de vida al nacer, pasando de 45 a 75 años y con ello, las temáticas referidas a la vejez excedían el ámbito familiar para convertirse en “problemas sociales” que requerían intervenciones colectivas específicas. Estas primeras expresiones de seguridad social crecerían a la luz de los Estados benefactores cuyas legislaciones se orientaban principalmente a mejorar la calidad de vida de la clase obrera. Pero, entre 1970 y 1980, estos Estados comenzaron experimentar severos problemas económicos que afectarían el desarrollo de los programas sociales (Golbert, 1991). Con el advenimiento del neoliberalismo como nuevo patrón de acumulación y distribución de la riqueza se presentaría una imagen devaluada de las personas trabajadoras mayores y la vejez en general, exaltando a la juventud al asociarla a los procesos dinámicos de la época y describiendo a los y las mayores como quienes no podrían adaptarse a dichos cambios (Leicher, 1980).

Respecto al rol del Estado, los años 1990 se caracterizarían por políticas de tinte focalizado y residual y por la pérdida de las llamadas funciones clásicas como “la renuncia –o la eliminación– por parte del Estado a cumplir el rol de principal (y hasta monopólico) proveedor de certeza y seguridad” (Bauman, 2012, p. 195). Como señala Fiscella (2003) en el tratamiento de la cuestión social “el Estado no regula aquí el conflicto sino que garantiza la agilidad de los canales de acumulación hacia los sectores más dinámicos de la economía”. Ello daría forma a una “ciudadanía excluyente regulada en tanto excluyen del espacio de lo público, aún al ciudadano con derecho contractual, regulando la canalización de la acumulación de capital” (p. 367).

En ese sentido, esta década quedaría signada tanto por una vejez asociada a la seguridad social –pero principalmente al sistema previsional– como reclamos por mejoras en las jubilaciones (Arias, 2022). La vejez como sujeto jubilado recuperaría preocupaciones de años anteriores como el desfinanciamiento e inviabilidad del sistema de pensiones. Pero, a diferencia de las primeras décadas del siglo XX, la problemática no versaría sobre la propensión desmoralizante que, como pensaba Bunge, generaría el hecho de vivir sin trabajar, sino que ahora debería ser el mercado y los privados quienes administren las jubilaciones.

Sin embargo, según Fiscella (2021), a pesar de las modificaciones o cambios de consideración producto de las reformas previsionales, no serían cambios paramétricos o estructurales. Para el autor, estas no contemplarían una mirada holística del régimen, sino que se adecuan a la situación y consideración de cada gestión de turno, pero no orientada hacia el conjunto de lo que se supone debiera ser un derecho social. Además, agrega Fiscella, el sistema previsional no guardaría relación alguna con el trabajo: si bien se nutren de trabajadores y trabajadoras en actividad, también lo hacen de rentas e impuestos.

Tomando el señalamiento del autor, aquí podemos rastrear uno de los preconceptos que estigmatiza a las personas mayores en general y más aún a las de bajos recursos o mujeres que acceden a la jubilación sin los años de aporte. El binomio jubilación-trabajo atribuiría cierta cuota de merecimiento no siendo ya entonces un derecho de todas las personas. Pero entonces, si las jubilaciones no se concatenan al trabajo, ¿cuál es su origen, objetivo y/o sentido? Contrariamente a lo que se supone, para Fiscella (2003) “el Estado jugó un papel activo y en ocasiones no neutral en propulsar programas de Seguridad Social. Diversos gobiernos utilizaron este instrumento ya sea para neutralizar, cooptar o controlar a los grupos de presión”, como por ejemplo sindicatos o profesionales (p. 70). Un control y disciplina que no sólo se orienta a la población mayor, sino también a la fuerza de trabajo y sus condiciones laborales y salariales o a la búsqueda por desmotivar/fagocitar el retiro, más aún en contextos de políticas residuales, pérdida de salarios reales o precarización laboral, entre otras.

No obstante, al tiempo que se acrecentaba la estigmatización sobre la persona vieja, también emergían nuevas teorías sociales que buscaban explicar las condiciones de vida de los/as mayores. A diferencia de las corrientes anteriores, esta nueva generación de paradigmas no buscaría explicar un sujeto en abstracto o preguntarse quiénes son, qué lugar ocupan en la sociedad, si se retiran o incorporan. Ahora, entre otros cuestionamientos, estos enfoques problematizarían qué hacer con las personas viejas, cómo son sus relaciones con otros grupos y con la sociedad. Estas preocupaciones se darían además a la luz de otros intereses actuales, como críticas a los modos de construcción del conocimiento, a las relaciones de poder, económicas y de género.

Entre ellas, la que más eco tendría en la academia local sería el paradigma del curso de la vida. Con un estilo menos macrosocial y menos normativo, este enfoque sostiene que el envejecimiento es un proceso diverso que va desde el nacimiento a la muerte e implica aspectos sociales, biológicos y psicológicos moldeados por factores históricos y de cohorte (Oddone, 2010). Su perspectiva interseccional, al estudiar distintos eventos que intervienen en el proceso de envejecimiento, pone de manifiesto la diversidad intrínseca en la vejez, criticando así modelos estáticos de la persona vieja. Estos nuevos enfoques que buscarían hacer convivir miradas micro y macrosociales de la vejez –es decir, conocer a la persona vieja en su contexto–, también coincidirían con la propia transformación que experimentarían las ciencias sociales en general ya no abocadas al diseño de grandes teorías, sino al estudio interpretativo de casos (Bauman, 2005). Así, los estudios de la sociología de la vejez se preguntarían no sólo por aspectos demográficos, las condiciones y expectativa de vida, sino también por el sentido y rol de la vejez en sociedades que cada vez invierten más en aumentar la esperanza vital.

Empero, cabe destacar que el desarrollo de las distintas generaciones de teorías no sería lineal. Algunos de estos enfoques quedarían obsoletos, mientras que otros conviven y tienen impacto en la actualidad, llegando a definir el lineamiento y gestión de los presentes programas sociales.

En ese marco, en los últimos años serían preminentes enfoques como el envejecimiento activo, saludable y exitoso. Estas perspectivas, además de un predominio médico, evidenciarían una nueva construcción normativa y reglada, sostenida en una tipología de un sujeto viejo homogéneo, compacto y abstracto. No obstante, lo problemático de esos razonamientos es aquello que no se nombra: toda conducta que no se adapte o aleje de los modelos de vejeces exitosas, saludables o activas, ¿son acaso envejecimientos del fracaso, patológicos u ociosos? ¿Qué sucede con aquella persona que no desea realizar lo estipulado en esas categorías? ¿Está enferma o inactiva?

A pesar de que Argentina adhirió a tratados internacionales de enfoques integrales –como la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores de 2015 (Argentina, 2019)–, con considerable éxito estas teorías lograron permear la agenda estatal y determinar la política para la población vieja. Sobre ello deben señalarse dos aspectos: una dimensión nominal y otra sobre la orientación y alcance de las acciones.

Sobre la denominación, así como vimos el desarrollo conceptual de la vejez en distintos momentos históricos -entendida como “ancianidad” o “tercera edad”, entre otras-, el tiempo actual también redefinió a los/as mayores. Si bien ahora ya no se recurriría a roles (como la abuelidad o la jubilación), se emplearían nombres que o bien redundan en su definición, o bien, devienen en eufemismos.

A diferencia de lo ocurrido con otras cohortes etarias, la vejez es esquiva en su nominación. Así, mientras que el sujeto producto de la niñez se define como niño o niña, la adolescencia y la juventud generan adolescentes y jóvenes respectivamente, cuando hablamos de vejez nos encontramos con conceptos como “adultos/as mayores” o “personas mayores”. Pero:

¿Acaso las otras fases vitales no las componen “personas”?… Si la etapa vital es la vejez, ¿por qué nos cuesta tanto denominarlos como viejos y viejas? El problema no radica principalmente en la nomenclatura, sino en la carga valorativa que la acompaña, la cual es, al fin de cuentas, la que deriva en segregación y derechos cercenados para la población mayor. En ese sentido, la utilización de eufemismos no dirime la violencia sobre los viejos y las viejas. Por el contrario, podría incluso ocultar la problemática. Y como sabemos, aquello que no se nombra parece no existir (ENACOM, 2023).

Pero estas nomenclaturas no son meras nominaciones o imágenes. Las representaciones son también dispositivos para la acción. En este caso, política.

En relación al segundo tópico y cómo en base a las representaciones que tenemos de la vejez se orientan las acciones cuya población beneficiaria es la adulta, Augé (2018) destaca el modo limitante en el que pensamos las edades, observable para él en el trato que se le da a la gente mayor: “A menudo, uno tiene la impresión de que, aun con buenas intenciones, se la trata de modo ligero. Como si los ancianos volvieran a la infancia” (p. 37). En ese sentido, debe destacarse que en los últimos años gran parte de la agenda para las personas mayores se vertebró en torno al envejecimiento activo. De allí se desprenden programas como los centros de día orientados a la participación de la población mayor. Empero, a pesar de las “buenas intenciones” que marca Augé, muchas veces estos programas conviven con modelos deficitarios de la vejez o imágenes que no se condicen con los datos sobre las realidades de los/as mayores (Rada y Arias, 2022)7.

Históricamente los modelos deficitarios presuponen el sinsentido de la vejez y la entienden como una fase ociosa e improductiva de la vida; razón por la cual debe plagársela de actividades. En ese sentido, no deja de ser curioso que la promoción de la actividad coexista con otros debates globales como las actuales reformas laborales y la extensión de la edad jubilatoria; cuyo principal basamento es el aumento de la expectativa de vida y la supuesta insostenibilidad del sistema previsional. Así, queda definida de forma tácita la hipótesis actual: si se va a vivir más, entonces por qué no trabajar más tiempo. Ello no sólo obtura la reflexión e invalida otros modos de distribución y solidaridad, como la social en lugar de la intergeneracional, sino que además genera nuevas desigualdades (Fiscella, 2005, p. 18).

Más allá del sistema previsional, otra de las áreas donde se estigmatiza a la vejez es en el ámbito de la salud siendo considerada como consumidora compulsiva de asistencia pública y cuidados. De hecho, sobre este último se piensa generalmente la política sanitaria actual para la vejez. Sin embargo, esta tipología tampoco se condice con la realidad.

En principio, sólo un pequeño grupo de viejos y viejas considera que su salud es mala o muy mala (3,5 y 0,6%, respectivamente) y más del 65% no experimentó ningún tipo de malestar, enfermedad o accidente en el último año. Más allá de la autopercepción de la propia salud, se observa que más del 90% no precisa ningún tipo de asistencia o cuidado –entendido como la gestión y el mantenimiento de las necesidades básicas y diarias que permiten sostener la vida– para vestirse, bañarse o desplazarse, entre otras (Oddone, 2018). En síntesis, a diferencia de lo que pudiera creerse, mayormente la población vieja no termina su vida institucionalizada o enferma. A pesar de ello, en los últimos años –posiblemente fagocitado por la pandemia del COVID-19– tomaría fuerza la perspectiva del envejecimiento saludable.

Con el inicio de la pandemia no sólo reaparecieron longevas representaciones como la categorización de la vejez como “grupo de riesgo”, sino que también se observaron nuevamente limitaciones en el acceso a derechos básicos antes accesibles, pero históricamente restrictivos, como el sistema de salud.

En primer lugar, debe destacarse la inclusión de la vejez en el mismo lote de patologías prexistentes. Ello no sólo homogeneizaba y borraba las realidades de esta amplia y diversa etapa de la vida, sino que además depositaba nuevamente la condición etaria en el grupo de enfermedades.

El agrupamiento de la vejez en este lote, que equiparó al envejecimiento a lo patológico o anormal –es decir, como una enfermedad que en consecuencia debería tratarse o curarse–, supuso también que las personas viejas afrontan iguales escollos y tienen las mismas necesidades en esta etapa de sus vidas, borrándose así los dispares recorridos sociales, económicos, educativos y sanitarios que serían explicativos de las condiciones y calidad de vida de las y los mayores (Cunzolo y Rada, 2021). Asimismo, la discusión entre lo urgente y lo importante posicionó a los/as mayores como grupo no merecedor y, en tal caso, sacrificable en pos de favorecer a cohortes más jóvenes (Cunzolo, 2021).

Pero, a pesar de las diferentes investigaciones que en las últimas décadas habían echado luz sobre la importancia de la diversidad en el curso de la vida que invalidarían la consideración de la vejez como un todo compacto y homogéneo, rara vez especialistas de las ciencias sociales y humanas pudieron plasmar su opinión sobre, por ejemplo, el impacto del confinamiento, las peripecias que atravesaron las personas mayores para cobrar sus haberes jubilatorios, los posteriores efectos de la cuarentena, el déficit alimentario o habitacional y la injerencia en sus condiciones de vida. Así, la pandemia desnudaría la conceptualización que la sociedad tiene respecto a las personas viejas como así también el accionar político, el cual puede constreñir o descuidar a la vejez y, al fin de cuentas, ubicarla muchas veces en situaciones de riesgo (Cunzolo y Rada, 2021).

Finalmente debe decirse que se abre ante nosotros y nosotras un nuevo tiempo que dará forma a nuevas sociedades cada vez más envejecidas. De hecho, se estima que 2 personas cumplen 60 años cada segundo, dando un total anual de casi 58 millones de personas viejas. Asimismo, una de cada nueve personas es vieja, vaticinándose que la proporción aumentará a una de cada cinco para el 2050 (UNFPA, 2012).

En efecto, estamos presentes ante una era de cambios y desafíos a los cuales, sin lugar a duda, habrá que adaptarse sin que ello signifique necesariamente un panorama desalentador o fatalista. Por el contrario, la pregunta debería versar en torno a cómo prepararnos para vivir más tiempo en sociedades al mismo tiempo más envejecidas, construyendo en simultáneo contextos más igualitarios alejados de estigmatizaciones y enfoques desoladores o apocalípticos. Para ello será menester incorporar una mirada que deje de observar a la vejez con los lentes de la otredad o lo exótico, ya que en realidad todos y todas envejeceremos y esa es, al fin de cuentas, la prueba de que vivimos.

Reflexiones finales

A lo largo de este artículo propusimos rastrear diferentes estudios y corrientes teóricas que abordaron la vejez como así también su impacto en el tratamiento por parte del Estado. Para este escrito incorporamos las herramientas teóricas de la sociología del envejecimiento, del control y las representaciones sociales, separando el análisis en tres momentos históricos que abarcan desde el primer censo hasta nuestros días y que permitieran trazar diferencias y similitudes en el caso argentino. Los lapsos seleccionados, lejos de buscar ser una indagación temporal exhaustiva, fueron determinados por eventos históricos significativos como los principales relevamientos oficiales, legislaciones, emergencia de paradigmas o contextos de crisis que, en mayor o menor medida, determinarían imágenes sobre la vejez.

La selección de estos tres tiempos históricos permitió clasificar los modos de abordar el tema. Así nos encontramos con un primer momento en los albores del Estado donde observamos una aproximación que evidencia la presencia de personas viejas y cimienta y plantea algunos tópicos que comenzarán a plasmarse en tema de agenda pública en la década de 1940. Por su parte, el siglo XX coincidiría con la formación de los Estados benefactores y sus políticas de seguridad social, la breve experiencia de los derechos de la ancianidad y su rango constitucional, y la aparición de las primeras teorías sociales sobre la vejez. Mayoritariamente enmarcadas en el estructural funcionalismo, estas teorías presentarían un enfoque normativo que homogenizaría a la vejez y priorizaría las necesidades macro por sobre las individuales. Empero, las miradas totalizadoras del envejecimiento retornarían en contextos de visibles transformaciones estructurales –como el fenómeno de envejecimiento global– o de crisis como fue la pandemia. De este tercer período también emergerían nuevas representaciones y teorías, como las del envejecimiento activo, saludable o exitoso.

En ese aspecto, también cada época definió al sujeto viejo, pasando por expresiones como longevidad, ancianidad, tercera edad, la actual adultez mayor o a partir de roles como la abuelidad o la jubilación, nombre que se extendería a cualquier persona mayor accediera o no al derecho previsional. Si bien las denominaciones fueron cambiando conforme el paso del tiempo, el contenido, su representación y enfoque, como vimos, no experimentó las mismas transformaciones. Contrariamente gran parte de los enfoques sistémicos-normativos perduraron, entre ellos, la indagación de la vejez desde categorías o aspectos de la salud.

Respecto a las diferencias y semejanzas observamos que en el primer momento histórico la presencia de personas mayores es sinónimo de grandeza para una nación; de allí el interés en registrarla y, al igual que en la actualidad, más aún a la centenaria (Rada y Arias, 2022). No obstante, difieren en las causas del envejecimiento poblacional. Si bien en el primer censo se mencionan tenuemente las condiciones de vida como factor explicativo, el tránsito de finales del siglo XIX al actual puede resumirse en un pasaje de razones exógenas –como condiciones climáticas o genético- raciales– al reconocimiento de la ampliación de derechos y el avance de la tecnología y la medicina.

Por su parte, los modos de abordaje e imágenes de la vejez también cambiarían a la luz de los paradigmas en boga. El final del siglo XIX, por ejemplo, compartiría marco con ciencias sociales positivistas y la presencia de discursos biomédicos y eugenistas que condenaban y culpabilizaban toda conducta considerada anormal; mirada higienista y normativa que, en mayor o menor medida, continuará a lo largo del tiempo.

De allí se desprendería una imagen que acompañaría permanentemente al tratamiento de la vejez: el crecimiento de la población mayor auguraría un futuro desolador; la reducción de la natalidad traería aparejada el decrecimiento poblacional y el aumento de viejos/as desfinanciaría al Estado. Cuestión sobre la que, un siglo después, aún se debate.

En efecto, también se mantuvieron las imágenes discriminatorias. Así, pasamos de la asociación y el tratamiento de la vejez desde la lógica asilar y una mirada negativa de la vejez como etapa ociosa o improductiva, a otras de tinte positivo promoviendo la vida saludable y la actividad o, como sostiene Augé (2018), a aquellas que con buenas intenciones terminaron infantilizando al envejecimiento. En ese sentido, la tipificación u homogenización, sea negativa o positiva, encubre el mismo problema: la discriminación. Con ella devienen las mismas dificultades, como por ejemplo la limitación en el acceso a derechos.

Cabe señalar que en este artículo no se negaron las mejoras en materia de calidad de vida o la ampliación de derechos a lo largo del tiempo, sino que por el contrario se buscó reflexionar desde qué lugar se problematizan y discuten estas temáticas. Entre ellas, las representaciones e imágenes de la vejez. Sobre todo aquellas que poco se vinculan a la realidad o situación actual de los/as mayores.

Durante este trabajo vimos que las imágenes del sentido común históricamente definieron a las personas viejas como seniles o decrépitas, como así también como aquellas que precisan de cuidados, habitan en geriátricos, son consumidoras de medicamentos, servicios de salud y otros programas sociales, y reciben jubilaciones (muchas veces sin “merecerlo”), lo cual, para esta óptica, tensionaría la economía al tiempo que desfinanciaría al Estado. Sin embargo, en base a investigaciones recientes, hemos visto que el binomio cuidados permanentes-vejez no suele ser la situación predominante en los y las mayores de Argentina. Entonces, ¿por qué perduran esas imágenes y cuál es, en tanto dispositivo para la acción, la utilidad de estas representaciones?

En esa dimensión, la incorporación de los estudios del control social arroja pistas para intentar comprender esta cuestión. Entre otros aportes, estos enfoques sostienen que con la implementación de dispositivos no se persigue disciplinar (o al menos no únicamente) a quienes transitan, por ejemplo, por las instituciones, sino que contrariamente se transmite un mensaje a la sociedad toda. Es decir, el “ilegalismo” de la vejez no tendría como única destinataria a la población vieja.

Si bien a diferencia de los estudios de Foucault (2014a) aquí no estamos ante conductas socialmente consideradas delito y que, en consecuencia, se castiguen, no por ello dejan de culpabilizarse o despreciarse. Por el contrario, pensarla como carga social y económica (por ejemplo, como demandante de cuidados y de mayor inversión monetaria), facilita miradas fatalistas o propuestas de reforma laborales al tiempo que obtura nuevos modos de distribución o solidaridad. En síntesis, la vejez se corporiza como chivo expiatorio. Es en este punto en que convergen las tres dimensiones de análisis propuestas: la teoría sobre vejez, las representaciones y el disciplinamiento.

En ese sentido, finalmente debe decirse que en el marco actual de sociedades cada vez más envejecidas será de vital importancia incorporar enfoques que reflejen de manera más fidedigna la heterogeneidad que caracteriza a la vejez, ya que se trata de la última etapa de la vida (y en consecuencia donde se exponen las diversidades acopiadas en las disimiles trayectorias) y también de la más extensa (debido a que comienza a los 60 años y finaliza con la muerte). Pero, por otro lado, a diferencia de otro tipo de estigmatizaciones –como pudiera ser por raza, religión, clase o género, entre otras–, la discriminación por edad no nos es ajena. Al contrario, se nos presentará a todos y todas en la medida que envejezcamos. Y envejecer no es más que es la prueba cabal de que hemos vivido.

 

1 Lic. en sociología, Especialista en Planificación y Gestión de Políticas Sociales, Magíster en Políticas Sociales, Doctor en Ciencias Sociales. Docente del Seminario “Envejecimiento y Sociedad” de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador del Programa Envejecimiento de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Instituto Regional de Estudios Socio-culturales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (IRES-CONICET). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

2 Las representaciones son entendidas como dispositivos para la acción y permiten al actor social adaptarse a la realidad del momento. En esta teoría, el sujeto y el objeto no son cosas separadas. El objeto no se construye de forma objetiva sino según las características e interacción de los individuos sociales que se apropian de él. Los grupos se definen entonces sobre la base de la comunidad de sus representaciones (Ben Alaya, 2010).

3 En los primeros censos (1869, 1895, 1914) la edad debía ser suministrada por los empadronados o, cuando “fuese dudosa”, calculada por los empadronadores (Otero, 2013).

4 Entre sus principales exponentes encontramos a Lombroso (1835-1909), Garofalo (1851-1934) y Ferri (1856-1929); a quien Criminología Moderna define como una de las más ilustradas y completas individualidades (1899).

5 Algunos años antes (1951) también se fundó la Sociedad Argentina de Geriatría y Gerontología, aunque por aquel tiempo más orientada al enfoque médico que social. Inspirado en investigaciones británicas sobre el envejecimiento, en 1946 Houssay organizaría un grupo de estudio dedicado al tema. Posteriormente se reunirían “con el objeto de cambiar ideas acerca de la posibilidad de organizar una Sociedad Médica destinada a mejorar y difundir los conocimientos relativos al diagnóstico y terapéutica de las enfermedades de la vejez, así como también su prevención”. Recuperado 11.4.2024 de: https://sagg.ar/historia/

6 Recuperado 11.4.2024 de: https://investigacion.pucp.edu.pe/grupos/eve/noticia-evento/entrevista-la- dra-maria-julieta-oddone-estudio-la-vejez-critica-social/

7 Sobre este punto, se destacan algunos límites y alcances de la política para la población mayor, como las características y requisitos para participar en los centros de día: el hecho de que la persona sea autoválida y se inscriba en alguna actividad o taller ofertado. Pero, además de las actividades, en estos centros también se brindan alimentos. Por tal razón, señalan los autores, el motivo principal de la inscripción a estos programas suele radicar en el acceso al alimento antes que en el taller o la actividad misma.

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