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Socio Debate

Revista de Ciencias Sociales

ISSN N° 2451-7763 e ISSN - Latindex N° 2451-7663

La internación como punto de inflexión. Pobreza, vida cotidiana y gestión de la enfermedad

Resumen:

El siguiente trabajo se propone analizar los significados sobre salud y enfermedad de las personas internadas en un hospital del sur de la Ciudad de Buenos Aires y que viven en condiciones de pobreza. Para dar curso a este propósito se desarrollan tres tópicos principales: la enfermedad como un aspecto que involucra una gestión de conocimientos, decisiones y estrategias específicas; como punto de inflexión que involucra un quiebre de la vida cotidiana; y las diversas implicancias y motivos por los que demoran la atención de los síntomas. Los tópicos mencionados se presentan en la experiencia de cuatro personas que cursaron internaciones. A través de sus relatos se evidenciarán los motivos, perspectivas, significados y estrategias sobre la enfermedad que atraviesan.

Palabras claves: salud – enfermedad – pobreza – gestión – curso de la vida

Abstract:

This article aims to analyze the meanings of health and illness of people who live in conditions of poverty and who were hospitalized in the south of the City of Buenos Aires. For this purpose, three main topics are developed: the disease as an aspect that involves knowledge management, decisions and specific strategies; as a turning point that implies a break in everyday life; and the different implications and reasons why they delay in addressing their symptoms. These dimensions are presented in four testimonies from people who were hospitalized. Through their stories, the reasons, perspectives, meanings and strategies regarding the illness they are going through will be observed.

Keywords: health – disease – poverty – management – life course

Introducción

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define en el preámbulo de su constitución la salud como: “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”[2]. Ahora bien, cómo se llega a un estado completo de bienestar o sí efectivamente es posible alcanzarlo en cada una de esas áreas y en todas en conjunto, es algo que la definición no explica. Tampoco considera diversidades y variaciones de lo que se entiende por salud en determinados contextos, épocas, poblaciones, culturas. Revisando esa definición el siguiente trabajo busca dar cuenta de los significados que las personas que viven en contextos de pobreza en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires tienen sobre la salud y la enfermedad y de qué modo ello impacta en sus vidas cotidianas y cursos de vida.

Si bien es bien sabido que en los términos biomédicos la enfermedad es una ruptura con un estado de estabilidad, es decir, lo normal versus lo patológico, es mi interés conocer aquellos aspectos sociales de la enfermedad y sus síntomas desde la perspectiva de las personas. Entre ellos, cómo hacen personas que llevan vidas cotidianas[3] en contextos de precariedad para atravesar procesos de enfermedad, cómo la tratan, cómo realizan tratamientos y cómo gestionan los síntomas.

Como se pudo ver en trabajos anteriores[4], el supuesto que guiará el presente trabajo sostiene que asumir la enfermedad en contextos de pobreza puede entenderse como un proceso de gestión que involucra la administración y conocimiento específico de aspectos como: los síntomas, la institución y los profesionales que la atenderán, y las estrategias que se implementarán a fin de organizar la atención del malestar (Cunzolo, 2022). La limitación de los recursos materiales que garantizan el acceso a una determinada calidad de vida hace que la aparición de una enfermedad o de síntomas dolorosos provoque un quiebre en la rutina cotidiana. Contrariamente, lo que emerge de sus testimonios, y que aquí se querrá destacar, es que para las personas es el sostenimiento de la rutina cotidiana aquello que se valora como saludable. Por lo tanto, su interrupción temporal o permanente puede generar una serie de dificultades que en caso de asumirlas tensionan la vida cotidiana.

Desde ese punto de vista, para este artículo será importante incorporar el enfoque del paradigma del curso de la vida. Este sostiene que las biografías reciben el influjo de distintos episodios individuales y socio-históricos que configuran puntos de inflexión en los cursos de vida. Condicionando nuestros devenires, estos hitos se tornan significativos en las diversas etapas vitales (Rada Schultze, 2016). Tomando estos aportes, es el horizonte de este trabajo conocer de qué forma el enfermar es un punto de inflexión en el curso de la vida.

Si bien es evidente que enfermar impacta en nuestras vidas cotidianas y por consiguiente en nuestra subjetividad, observaremos aquí una diferencia. Los entrevistados priorizan la vida cotidiana por sobre la enfermedad y/o sus síntomas. Esto conducirá a que la hospitalización sea vista como la última opción posible dentro de una cotidianeidad que es imprescindible sostener.

Para desarrollar los objetivos planteados se presentará un estudio de caso compuesto por cuatro hombres de más de 60 años que estaban internados en un hospital de la zona sur de la CABA. Cabe destacar que este trabajo se enmarca en mi proyecto doctoral en Ciencias Sociales por lo tanto son resultados preliminares. Los testimonios se procesaron con un enfoque etnográfico y se realizaron como parte de la labor de trabajadora social en la institución. Los nombres de las personas y barrios no son reales, fueron modificados a los fines de mantener el anonimato.

La enfermedad como un hito que quiebra la vida cotidiana

La salud y la enfermedad son parte de un proceso que involucra también la atención y el cuidado (PSEAC en adelante) y que se desenvuelve durante el curso de la vida. No es sólo un proceso biológico sino también social: implica que la salud, la forma y tipo de enfermedades, las causas de muerte que una persona tendrá a lo largo de su vida se ligan inescindiblemente a las condiciones en que esta se desarrolla (Laurell, 1981). Asimismo, si bien el término malestar conlleva diversos significados, aquí se entenderá como el resultado de la relación enfermedad-padecimiento. La enfermedad es el episodio biológico en términos biomédicos y el padecimiento la experiencia cultural de la enfermedad (Kleinman, 2017). Debido a que la enfermedad operará como un quiebre en la vida cotidiana de las personas entrevistadas, este trabajo mirará la enfermedad como un proceso de gestión.

Ahora bien, según la Real Academia Española la gestión es la acción dirigida a conseguir o resolver algo; el hecho de administrar u organizar algo[5]. Entonces, hablaré de gestión del malestar refiriéndome a todas las acciones que se administran a fin de organizar la atención de un malestar, incluyendo el no hacer nada con ello.

La experiencia de trabajo con personas que padecían enfermedades graves me condujo a considerar la internación como un evento que puede reflejar un hito/bisagra en su trayectoria de vida; una resignificación vital debido a las situaciones que desencadenaba. Esto se relaciona con que las personas internadas evalúan y reflexionan sobre su propia vida, sobre su pasado en función del diagnóstico recibido y el desconcierto que implica tener que negociar sus necesidades cuando comienzan a depender de otras para recibir cuidados cotidianos. Esa observación me llevó a considerar el denominado paradigma del curso de la vida. La configuración que tomaba la internación como hito en el curso de vida de cada persona, se conjugaba con otros hitos delineados por otras dimensiones como la económica, que atravesaban las condiciones materiales de vida (Moody, 1998; Odonne y Aguirre, 2005).

Asimismo, tomando el concepto de narrativas de la enfermedad (Grimberg, 2009), se puede entender que el hito de la internación se condiciona por el modo en que se impone la enfermedad en el cuerpo. Es decir, cuál es el síntoma que provoca el límite y cómo se organizará la vida luego de ello. A veces, a ese hito lo precede la postergación de la consulta. Esto puede vincularse a que las personas prevén los cambios que significará en su cotidianeidad atender ese malestar, pero no están en condiciones de asumirlos.

En este sentido, resulta usual en los efectores de salud escuchar a profesionales de la medicina caracterizar los estados avanzados de enfermedad en sus pacientes como que se dejaron estar. Es esa una explicación posible sobre los motivos por los que la persona es capaz de dejar que los síntomas avancen sin buscar atención oportuna o interrumpir tratamientos crónicos (como la diabetes o el VIH) o agudos de largo tratamiento (como la tuberculosis). Todo lo cual conduce a requerir tratamientos más complejos y riesgosos. Se reflexionará entonces qué es lo que está detrás del dejarse estar, si es una conducta decidida como tal y cuáles son los argumentos o explicaciones posibles en la demora de la atención de un malestar.

Eventualmente aguantar diversos síntomas por períodos prolongados sin buscar atención médica puede conducir a una urgencia. No obstante, la “norma” en mi estudio de caso lo constituían las situaciones de deterioro a las que llegaban las personas, tanto que podrían considerarse una especie de patrón recurrente. La pregunta es entonces cómo fue ese proceso de enfermedad, qué aspectos conducían a la demora en las consultas o la tolerancia de los síntomas.  

Tomando en cuenta la perspectiva biomédica, se podría decir que las personas entrevistadas no se anticipaban a la enfermedad. La decisión de realizar una consulta con un/a profesional estaba condicionada por el límite de tolerancia o umbral del dolor. En efecto, no era frecuente la realización de estudios de control o preventivos debido a que solían acudir a una consulta médica sólo cuando era imprescindible. La consulta, que se convertía en la antesala de la gestión del malestar, se vinculaba con la autopercepción de un límite. Es destacable que la percepción del malestar de las personas entrevistadas contrasta con un contexto que nos convoca constantemente a percibir, evaluar y atender nuestros cuerpos (Citro, 2010). Se torna parte del sentido común la preocupación por seguir los valores estéticos, por estar al corriente con los tratamientos, estudios y consultas médicas preventivas. A su vez, el consumo de medicamentos sin prescripción médica frente a malestares cotidianos o usados preventivamente, se vuelve habitual. Mecanismo que como refieren desde la corriente de la Medicina Social, Iriart y Merhy (2017), son parte de la biomedicalización de la vida cotidiana y profundizan las desigualdades sociales. Esto se debe a que la población pobre recibe tales imposiciones y mensajes sobre el deber de cuidado del cuerpo, a menudo transitándolas con culpa y frustración por no poder llevar a cabo (Iriart y Merhy, 2017).

Exponentes e investigadores en el mundo de las ciencias sociales se dedicaron a trabajar respecto del modo en que la población pobre vive su cuerpo o atraviesa dolores corporales, incluso sobre el modo y tiempo de tolerancia y aguante. Entender la dimensión socio-cultural del cuerpo y el dolor excede lo que la explicación biomédica puede aportar. En definitiva, desde distintos enfoques hablamos del dejarse estar y sus motivos, la diferencia está en los términos que usamos. Siguiendo a Otegui Pascual (2009), el sufrimiento constituye una forma sociocultural del dolor, no existe sino a través de quien lo sufre. La autora refiere que hay grupos sociales -étnicos, de clase, género- que, utilizando estrategias diferenciales, delimitan sus percepciones sobre qué experiencias internas o externas consideran fuentes de dolor. Asimismo, entiende que a las clases subalternas se les atribuye socialmente mayor capacidad de aguante y fortaleza. Tal atribución sería un recurso de los procesos de socialización de grupos subalternos que reproducen, “sin violencia”, relaciones de dominación que inscriben en sus cuerpos las marcas que permiten la adscripción a una clase.

Los aportes previos son útiles a los fines de analizar los motivos que conducen a las personas a tolerar padecimientos. No obstante, mi trabajo de investigación mostró que el hecho de “aguantar el dolor” no aparece necesariamente asociado a la falta de percepción del mismo y mucho menos a no padecerlo. Por el contrario, las personas sentían los dolores o percibían sus síntomas pero los atendían cuando obstruían, en forma determinante, la rutina.[6] La “demora” en el abordaje de los síntomas no implicaba su subestimación o indolencia, sino que como refiere Le Breton (2011) tenían una atribución diversa. Según la propia historia y la pertenencia social, el desciframiento sensorial del mundo es diferenciado.

A los aportes de Le Breton puedo agregar que aquella atribución diversa puede tener que ver con la posibilidad o imposibilidad (temporal, económica o de recursos materiales) de establecer las gestiones de la enfermedad, el dolor o los síntomas. Los entrevistados describían cuándo y cómo habían aparecido sus malestares e inclusive reconocían la gradualidad con la que avanzaban. Sin embargo, el episodio que ellos o sus familiares concebían como grave, era el que finalizaba con una internación o en una atención de urgencia, no así a los sucesos previos.

A continuación, recuperaré las situaciones de pacientes internados. A través de un enfoque etnográfico los relatos muestran sus motivaciones para buscar o demorar la atención de sus síntomas de enfermedad, sus estrategias durante la atención del malestar y como la irrupción del malestar se torna un hito biográfico particular.

A un trabajador le duele la cabeza cuando no trabaja”

Pedro, de 60 años, estaba internado por una neumonía cuando lo conocí en el hospital. Él vivía en su casa en la manzana 54 de Villa Reina. Había vivido en la misma casa por los últimos 30 años y desde que había llegado de Paraguay, país donde nació y en el que trabajaba haciendo carbón. Poco tiempo después de arribar al país compró un terreno en la villa, como él dijo: “barato, pero que costó”. Allí construyó su casa, de a poco sumando habitaciones. Cuando le dije, “¡viste crecer a la villa!”, Pedro me hizo saber que en los primeros años desde las piezas más altas de su casa podía ver los partidos de fútbol que se jugaban en la cancha cercana de un importante club. Pero más adelante fueron construyendo tantas casas que le “taparon la visión”, y añadió, “ahora ya no hay ningún terrenito para comprar”. Pedro no había tenido hijos y sólo había vuelto a Paraguay una vez y de visita a su familia. Tenía muchas/os sobrinas/os, según bromeó, porque sus hermanos “no tenían tele”. Dos sobrinas vivían en el mismo barrio que él. Ellas cuidarían su casa durante el tiempo que Pedro pasaría en casa de una de sus hermanas que vivía “en provincia” (como se le dice popularmente los barrios del conurbano bonaerense). Su hermana quería llevarlo a vivir a su casa para cuidarlo luego del alta hospitalaria hasta tanto se recuperara un poco más.

En los encuentros que tuve con él, Pedro me hizo saber que trabajaba en una cooperativa de limpieza en el barrio, durante 4 horas por la mañana. También, durante las tardes hacía “changas” de albañilería, arreglos, entre otras. Según me contó, llegó a la consulta en el hospital cuando se quedó sin aire y lo internaron en la terapia intensiva. Él era hipertenso y se atendía también en otro hospital de la zona, pero no iba seguido porque le resultaba muy dificultoso conseguir turnos. Esa dificultad lo llevaba a menudo a comprar la medicación en lugar de buscar un turno, solicitar la receta y retirarla gratuitamente en el hospital. Él sabía que a veces le subía la presión, más aún si tomaba algo de alcohol. Igualmente me hizo saber que no tomaba mucho más que 4 o 5 cervezas y cada 15 días, porque de otra forma no había trabajo que aguante. Pedro me relató que previo a que le sucediera lo que desencadenó su internación, días atrás había comenzado a sentirse mal. Sentía que no podía respirar de manera normal. Luego, dijo, ya no podía hablar, se quedó sin aire y se desvaneció. Fue entonces cuando un amigo lo llevó a la guardia del hospital. Si bien había reconocido síntomas previos, no había buscado atención. A la vez, tampoco seguía un tratamiento en las salitas cercanas, que conocía, aunque no frecuentaba. Mencionó varias veces que conseguir turnos era difícil, por lo cual sus consultas eran muy esporádicas: “Si yo no siento enfermedad, es trabajar nomás”, de esa manera explicó que si no estaba enfermo no iba a efectores de salud porque se dedicaba a trabajar.

Para Pedro, poder sostener su rutina de trabajo, significaba no estar enfermo, aún más, la enfermedad era consecuencia de no poder trabajar. Así lo expresó con la frase: “a un trabajador le duele la cabeza porque no trabaja, cuando trabaja se le pasa el dolor”. Escuchándolo se comprendía su ansiedad por recibir el alta y retirarse del hospital.

En nuestro segundo encuentro ya manifestó que se quería ir a su casa. Entendía que esto era posible porque había recobrado las fuerzas para caminar y además estaba listo para volver a trabajar. De manera que tres días después se fue de alta. Aquel día a Pedro le urgía retirarse temprano. Busqué fundamentalmente informarle cómo y en qué consultorio del hospital podía atenderse sin turno para hacer seguimiento de sus malestares, cómo retirar la medicación que le habían indicado para evitar comprarla y cómo conseguir turno para los estudios de control que debía hacer, todas ellas eran preocupaciones mías, pero no de él.

Los padecimientos corporales no pasaban inadvertidos en la experiencia de Pedro. No obstante, observé que si bien percibió malestares previos a su internación, no tomaron prioridad en el ritmo de su rutina, al menos no para gestionarlos en el sistema de salud.

La corporización de experiencias y la incorporación de los patrones sociales o embodiment (Csordas, 1994), resulta útil para interpretar el significado que la aparición de enfermedades y malestares puede implicar para el género masculino. La enfermedad puede percibirse como fragilidad corporal y tensar la construcción de la masculinidad (Grimberg, 2009). Al mismo tiempo, esta construcción puede vincularse a la concepción de que los varones no se sientan enfermos si no están incapacitados para ir a trabajar (Knaut y Victora, 2009).

Influyen en el varón también sus condiciones de trabajo. La demora no se vincula a una falta de percepción de malestares o a no brindarle importancia. En cambio, la demanda de atención del sujeto que trabaja, una vez asumida la enfermedad, según Menéndez (2005), se relaciona con el condicionamiento económico/ocupacional del tiempo: la enfermedad implica dejar de trabajar afectando la supervivencia. Los varones deciden atenderse, dice el autor, cuando ya no resisten más, tal vez en un límite mayor en comparación con la mujer.

La experiencia de Pedro expone el extremo de esa tendencia. Es decir, continuar trabajando hasta no poder más. En este sentido, Menéndez (2005), plantea que los varones, al buscar restaurar la salud o reparar la enfermedad, eligen la forma más inmediata para retornar al mercado laboral. Por lo tanto, perciben la medicina científica como la más rápida y eficaz. No obstante, es posible observar en estas páginas las demoras y obstáculos que perciben al buscar atención.

En el relato de Pedro, el cuerpo es valorado en su función instrumental por sobre el cuerpo que padece síntomas de enfermedad. El reconocer síntomas se tornaba contradictorio con tener trabajo, porque en su lógica tener un dolor y tener trabajo no eran compatibles. En su testimonio se puede entrever que más allá de los comportamientos comunes que se asocian al estereotipo masculino, Pedro unía la salud y la enfermedad a una categoría socioeconómica: la de trabajador. Los síntomas y malestares de un trabajador, se curaban trabajando: “cuando trabajo se me pasa el dolor [de cabeza]”. Esta percepción, en conjunto con los roles de género y sus condiciones precarias de trabajo, incidían en la demora en acudir a la atención médica. Pedro comprendía sus síntomas y malestares en la trama del sentido de su cuerpo como un cuerpo de trabajo que se enferma si no trabaja y se cura trabajando.

Ser paciente problemática/o

En el hospital podían suceder situaciones en que las personas internadas recibían por parte del personal desde un trato indiferente (no eran visitadas o no les explicaban su diagnóstico y tratamiento) hasta negativo (respuestas de mal modo, gritos, intimidaciones o falta de asistencia en necesidades como comer, ir al baño o ser higienizada/o).  Durante su internación Juan me expresó su disgusto luego de un altercado que había tenido con el personal de la sala. Allí mencionó que le resultaba muy violento el destrato y maltrato que sufría desde su ingreso por guardia: “es violento y si vos sos violento ¿yo que te voy a decir? ¿Lindo?”.

Él era consciente de que había tratado mal al personal y a su compañero de habitación, pero explicó que su desborde se debía a la acumulación de malestar. Por lo que, cuando le dijeron que tenía que irse de alta, “estalló”. Quería volver a su casa, pero aún se sentía muy inseguro con el diagnóstico recibido, los cuidados y tratamientos que debía seguir. Me expresó: “yo, que siempre me arreglé solo, no sé qué voy a hacer con mi vida a partir de ahora”.

Juan tenía 67 años y había sido internado de urgencia pocos días antes de que yo lo conociera por un fuerte y agudo dolor que tras el diagnóstico había revelado un cáncer de estadio avanzado. Transcurrió dos días en la guardia y luego fue transferido a la sala de cirugía. Le habían realizado una colostomía que debía mantener luego de su salida del hospital y cuidar en forma ambulatoria.

En el primer encuentro que tuvimos, lo noté preocupado porque no quería convertirse en una carga para su hijo e hija dado que a partir de su internación requeriría cuidados y tratamientos específicos que modificarían su rutina y disminuirían su autonomía. Por otro lado, él estaba acostumbrado a trabajar por cuenta propia como carpintero. Sumado a eso, le generaba impotencia el trato que había recibido de parte del personal desde su ingreso al hospital, como también las pocas explicaciones que recibía sobre lo que sucedía. Frente a lo último, ofuscado, me expresó que si bien consultaba a las/os profesionales sobre su diagnóstico y tratamiento, no le decían lo suficiente, se iban con apuro o le respondían que estaban con otra tarea pero que volverían más tarde pero nunca ocurría. Asimismo, le molestaban los tratos que le propinaban en general. Me relató por ejemplo que, para hacerle un estudio cardiológico, lo dejaron “estacionado” durante horas solo en su camilla en un pasillo.

De esta manera, Juan me hizo saber cuáles fueron las sensaciones que precedieron a que se enoje y grite a las/os médicas/os de la sala de cirugía y a su compañero de habitación. Así, se había convertido en lo que a menudo las/os profesionales calificaban como paciente querellante. Tal denominación cargaban las/os pacientes que se quejaban, reclamaban, demandaban atención, eran problemáticas/os, gritaban e insultaban a las/os profesionales o que tenían familiares que lo hacían.

En el intercambio con una médica de la sala registré la contracara sobre lo que había sucedido con Juan. Debían operarlo de una obstrucción en su intestino, pero para eso era necesario contar con una cama disponible en la terapia intensiva que él pudiera ocupar luego de la intervención. La necesidad radicaba, según me indicó la profesional, en que Juan padecía co-morbilidades (riesgos asociados a enfermedades pre-existentes) cardíacas y allí podría ser mejor controlado si se descompensaba. Sin embargo, dado que todas las camas de la terapia estaban ocupadas no se había efectuado la cirugía. En función de ello, indicaron el alta hasta que la operación fuese posible. 

Durante el tercer encuentro que tuve con Juan la médica mencionada accedió a mi pedido de acercarse a explicarle su actual estado médico. Además, luego de ello, le entregó unas pastillas sueltas (sin blíster ni identificación) que debía tomar. Mientras, Juan le confesó que ya había tomado otras pastillas que le habían dejado pero que no sabía cuáles eran. Ella, con evidente molestia y elevando el tono de voz, respondió: “¿No sabés cuál tomaste? ¡Ay, te voy a atar! ¿Para qué tomás algo sin saber qué es?”.

Atar a las/os pacientes era una práctica frecuente en las internaciones. Las/os profesionales justificaban la medida arguyendo que eran personas que, inconscientes de sus movimientos, podían dañarse cayéndose de la cama o arrancándose sondas, vías o catéteres. El de Juan no parecía ser tal caso ya que estaba plenamente consciente y podía dar cuenta de sus actos. No obstante, la médica parecía haber usado esta frase como un reto o incluso una amenaza. 

Juan, con una actitud que no mostraba sorpresa por lo que había dicho la médica, me dirigió su mirada arrojando los ojos para arriba en una señal que interpreté (en base a nuestras conversaciones previas) como de hastío por el trato recibido una vez más. Tal vez poniendo nuevamente en práctica la estrategia querellante, aunque sin gritos ni insultos, replicó que entonces no entendía para qué le habían entregado pastillas sin decirle cuáles y para qué eran. Más aún, reclamó claridad y que las entreguen con nombres e indicaciones. En el medio de lo que se suponía una charla conciliatoria entre paciente y profesional se jugaba nuevamente la hostilidad del trato médico y una posible estrategia del paciente para transitar esa situación. Posible porque el comportamiento de Juan quizás no fue premeditado o racional en el sentido instrumental (una acción para un fin determinado), sino más bien una reacción de defensa. Sin embargo, con el tiempo y de acuerdo a los resultados obtenidos, podría convertirse en una estrategia.

Luego de estos episodios, Ernesto, el hijo de Juan, también me expresó su enojo con las/os médicas/os contando discusiones tenidas con ellas/os. Según él, las explicaciones recibidas sobre el diagnóstico y el tratamiento respecto al cáncer, eran tanto insuficientes como poco claras. Además, un cirujano le señaló que Juan “no tenía derecho a continuar ocupando una cama”. Ernesto, me expresó: “no tienen derecho a tratar a mi papá así”. Efectivamente, la internación fue breve como solían serlo en las salas de cirugía. No obstante, como resultado de diversas discusiones, Ernesto logró que la estadía de su padre se extendiera tres días. Con ese tiempo se acercó a lo que reclamaba: entender lo que sucedía y las indicaciones médicas. Por otro lado, no se trataba sólo de una necesidad del paciente y su hijo de procesar la nueva situación, sino que en el hospital –a diferencia de lo que ocurriría en su domicilio– contaba con los insumos necesarios para sostener el cuidado. Ernesto explicó que si bien había gestionado en el Programa de Atención Médica Integral (PAMI) las bolsas de colostomía que su padre requería, allí le habían informado que el trámite demoraba al menos mes y medio.

Los días subsiguientes, en nuestros últimos dos encuentros, noté más tranquilo a Juan y ni él ni las/os profesionales refirieron nuevas discusiones. Esto llevo a que él y Ernesto finalmente aceptaran el alta hospitalaria. Juan quería volver a su casa y su hijo también quería que eso sucediera ya que, más allá de la incertidumbre que mencionaba, quería tenerlo a su cuidado y el de su hermana.

Tal como sostiene Recoder (2011), la enfermedad es una ruptura de la cotidianeidad y, como evento extraordinario, evidencia desconocimientos sobre cómo manejarse en el escenario que impone. Esto supone la búsqueda de saberes y recursos para otorgar sentido, explicar y responder al nuevo estado de cosas. Interpreto que la discusión mantenida por Ernesto fue una estrategia similar a la sostenida por su padre con el fin de lograr lo que expresaban como una necesidad: extender la internación, recibir explicaciones hasta comenzar a asumir el diagnóstico para reacomodar sus vidas y aplicar las indicaciones de tratamiento. Tal estrategia surgía también en respuesta a lo que consideraban un trato violento que las/os trabajadores/as no tenían que ejercer sobre el paciente.

Las necesidades e incertidumbre de Juan y su hijo frente a la novedad de un diagnóstico grave chocaban contra las consideraciones médicas generando una situación de tensión. El equipo médico refería imposibilidad de operarlo por razones excedentes a su voluntad y, dado que el episodio agudo estaba resuelto, requerían liberar la cama. Sin embargo, no podía proceder al alta si el paciente no se iba. En concreto, no podían sacarlo por sus propios medios ni ocupar la cama con otro paciente.

Al mismo tiempo, Juan sentía malestar por perder autonomía y empezar a requerir cuidados porque como dijo, “yo siempre me arreglé solo”. Esta sensación podía expresar el proceso de alteración subjetiva que provoca una enfermedad grave al cuestionar la auto-imagen tenida hasta aquel momento (Cortez, 1997). En casos como este, la internación se torna un hito biográfico (Oddone y Aguirre, 2005) que impacta sobre la propia imagen construida a lo largo del curso de vida; por ejemplo, la de autosuficiencia. Más aún, a la auto-imagen no sólo la pone en tensión la aparición del diagnóstico, sino también la mirada de otras/os que sugieren la ayuda como imprescindible.

El arreglarse siempre sólo que va en línea con el estereotipo de varón fuerte y proveedor entra en jaque. A su vez, la representación sobre la masculinidad manifiesta en esa frase parecía influir en las estrategias ejecutadas durante la atención del malestar. Por otro lado, en una sociedad de mercado, el cuestionamiento de la autosuficiencia de un varón que, acostumbrado a valerse por sí solo, llega a su vejez puede provocar sentimientos de inutilidad. Sobre todo, si durante su trayectoria de vida fue él quien prestó cuidados y ahora debe recibirlos. Juan uso el argumento de que siempre se arregló solo para explicar su preocupación, enojo y las acciones que había realizado.

Consultar y luego… La fuga

“Yo te extraño”, me contó Ramón que le dijo a Elsa, su esposa, al tiempo de que ella enfermó y ya no pudo levantarse de la cama. Padeció cáncer y falleció 8 meses antes de que él se internara en el hospital. La había conocido cuando vino a Buenos Aires desde Santa Fe. Él trabajaba de casero de un club del barrio donde también vivían. Cuando lo obligaron a jubilarse debió dejar su casa en el club: “lo único posible era meterme en la villa”, expresó. También comentó que siempre, luego de ir a cobrar la jubilación, iban a tomar algo y agregó, “me volvía loco con la pizza ¡cómo le gustaba!”. Luego, en relación a la internación y posterior fallecimiento, Ramón expresó que: “me la mataron en el hospital ese de cerca del supermercado. Yo creo que algo más se podía hacer, pero no quiero hablar de eso porque me pongo mal”.

Cuando conocí a Ramón tenía 65 años y estaba internado en clínica médica por una infección en un pie. La otra pierna se la habían amputado 20 años atrás. Si bien sabía que estaba infectándose, privilegió el cuidado de Elsa en su enfermedad: “yo después voy a ir y me voy a internar”, me contó que le respondía a Raúl, un referente de la parroquia barrial que lo visitaba en su casa para ayudarlo con algunas necesidades e insistía en acompañarlo a una consulta médica.

Ramón vivía solo en la misma casa que había compartido con Elsa desde que había dejado de ser casero. No contaba con familiares presentes. La primera vez que hablé con Raúl me contó que lo ayudaba en lo que podía, pero que Ramón vivía en condiciones edilicias muy precarias y de poca higiene. Agregó que por el estado de su pierna requería ayuda para actividades cotidianas y cuidados específicos que él no podía brindarle. A la vez, me dijo que cuando vivía Elsa sucedía lo mismo y que él se dedicaba a cuidarla, pero muy precariamente. Las médicas que lo atendían consideraban también que Ramón no debía continuar viviendo solo y en un ambiente poco adecuado, dado que necesitaba que alguien le prestara cuidados y lo atendiera cotidianamente.

En los cuatro encuentros que tuvimos desde que la médica a cargo me habló de él hasta que se fue, Ramón me contó episodios importantes de su vida, me hizo saber quién era Raúl y cómo contactarlo. Pero, sobre todo, me dejó en claro que luego de su internación no aceptaría otro plan que volver a su casa. Más allá de la necesidad de cuidados que identificaban Raúl y sus médicas, Ramón no quería escuchar la idea de ir a un geriátrico. Desde el primero de nuestros encuentros dijo que siempre se arregló solo y “así voy a seguir” enfatizó. Me explicó cómo procedería al irse de alta: controlaría su pierna en la salita cercana, “Yo le tiro 100 pesos a alguno de los pibes del barrio para que me empujen la silla hasta la salita y ahí me pueden curar. Son 3 cuadras. Los pibes abren los ojos sorprendidos cuando les digo que les doy 100 pesos por eso. En el barrio me conocen todos”, dijo.

Para tratar su malestar y a pesar de la valoración negativa producto de la experiencia vivida con su mujer, Ramón eligió atenderse en un hospital. Validaba el sistema médico oficial para atenderse y conocía bien cómo manejarse en las instituciones: sabía que por lo que tenía en el pie podría ser internado y a dónde ir para que se lo curaran cuando se fuera del hospital, como así también valerse de relaciones vecinales para acceder a la atención. Sin embargo, no había consultado antes no porque menospreciara la atención sino porque no tenía quién lo reemplazara en el cuidado de Elsa. Por otro lado, elegía continuar su vida como estaba hasta antes de su internación más allá de haber recibido indicaciones y sugerencias opuestas: él se arreglaba solo. Eso condujo a que Ramón sea otra de aquellas personas que no hacían consultas, estudios y tratamientos preventivos para sí mismas a menos que la necesidad fuera imperiosa. Pero cuando atender una enfermedad o daño corporal fue imprescindible para él, eligió el sistema de salud como el lugar más adecuado para hacerlo. Al igual que mis otras/os informantes tal elección no implicaba una confianza plena hacia a la medicina, sino que Ramón la eligió aun con reparos y con una actitud crítica.

La historia de Ramón trae una estrategia en la gestión del malestar durante la atención médica: la fuga. Llamada así por médicas/os y enfermeras/os, remitía a las situaciones en que las/os internadas/os abandonaban el hospital sin el alta médica o firmando el alta voluntaria. Simplemente sin avisar, y a veces cuidando que el personal no lo advirtiese, se iban del hospital. La fuga era habitual y sus motivos podían ser tan variados como las historias y aconteceres de las personas que la llevaban a la práctica.

La preocupación por la rutina trastocada, combinada con los disgustos que causaba la vida en el hospital, en muchas ocasiones influía en la fuga. El hospital solía ser un lugar en que no se la pasaba bien, lo decían las/os pacientes y lo decían las/os trabajadoras/es. El hospital no era un lugar agradable para estar. Menos aun cuando resolver un malestar físico no era prioridad. Otras veces, como describí, se sumaba el trato hostil que propinaba el equipo de salud. En consonancia con lo expuesto por Allué (2009), algunas formas de sufrimiento hospitalario se vinculan con las condiciones físicas y las normas de organización y funcionamiento de las salas de internación.

Sin embargo, Ramón no cuestionó el trato recibido. Por el contrario, me había expresado que lo trataban muy bien. A la vez, sus médicas referían que era un señor muy agradable: “es un viejo divino”, me dijo una de ellas. No tenían apuro en darle el alta que planificaban para los días subsiguientes a que Ramón se fue. En efecto, había construido buen vínculo con el equipo profesional y no se lo calificaba como quejoso o querellante, sino como un divino, por lo que era menester que viviera en mejores condiciones tras su internación. Sin embargo, si bien no llevaba muchos días internado, los aspectos mencionados no impidieron su estrategia de retirarse del hospital sin alta.

Si bien desconozco los motivos que Ramón dio a su plan de fuga o si lo planeó, no estaba atravesando una internación conflictiva ni con riesgo de muerte (como la de Elsa). No obstante, decidió concluirla autónomamente. Antes de la decisión médica sobre el fin del episodio agudo, para Ramón la internación había terminado. Tal vez porque consideró (más allá de lo que el resto opináramos) que en su casa estaría mejor que en el hospital.    

Ramón usó la misma frase que Juan: yo siempre me arreglé solo y así quería seguir. Esa autoimagen podía estar influyendo en su estrategia de irse e incluso en las que lo llevaron a internarse en un hospital para recibir, en términos de Menéndez, la cura más rápida. Los estereotipos que pesan sobre el género masculino influyen en que los varones no sólo demoren en atender sus malestares sino en que al hacerlo elijan la alternativa que brinda una pronta cura para así retornar a sus actividades: “Es una medicina de urgencia, y no una medicina de espera” (Menéndez, 2005, p. 27). Cuando su autoimagen se veía cuestionada desde afuera, Ramón al ponerle fin a la internación ejerció una autonomía de la que quería y podía seguir gozando.

Reclamar autonomía

Cuando lo conocí, Roberto estaba internado. Tenía más de 70 años, era ciego y no tenía familiares ni amigos presentes. Pasó sus días en la sala de clínica médica con diagnóstico de deterioro generalizado y estado de desnutrición, luego de haber consultado en la guardia hospitalaria por dificultades respiratorias.

Durante los encuentros que mantuve con él, noté y me confió sentirse muy angustiado por usar pañales y por la poca frecuencia con que se los cambiaban. El día que lo conocí me relató que la noche anterior había solicitado a personal de enfermería que le llevara un papagayo, porque al estar orinando mucho los pañales se desbordaban. Él sabía que no necesitaba pañales ya que controlaba cuándo hacer pis.

Roberto se ocupó de aclararme que expresó el pedido con mucho respeto, porque su intención era tener buen trato con todo el personal, pero la enfermera se negó diciéndole que tenía que usar pañales, que si ella “le decía que era así, así debía ser porque era ella quién daba las órdenes”. Agregó que un varón acompañaba a la enfermera pero que por su ceguera no pudo detectar cómo vestía ni asegurar que fuera enfermero. No obstante, el hombre le hizo saber que de no cumplir las órdenes sería atado a la cama. De hecho, él entendía que como castigo ese día le habían negado la comida, a pesar de solicitarla. Nuevamente sonaba la posibilidad de atar a la cama al paciente. En este caso, para acallar un reclamo afín a la auto-validez sobre sus necesidades fisiológicas e higiene personal. Asimismo, surgió una posible reprimenda: negarle la comida.

En la gestión de su malestar, Roberto se aferraba a su autonomía física y la buscaba sobre lo que aún podía ejercerla. Era ciego y padecía un estado de deterioro general por lo que estaba débil y con autonomía restringida para resolver las necesidades cotidianas. Por tales motivos no era capaz de caminar hasta el baño y usarlo. Empero, eso no determinaba que usara pañales. Roberto controlaba esfínteres y era capaz de usar el papagayo y la chata por sí mismo. Tal uso le habría dado más autonomía al no depender de que enfermería le pusiera pañales. Más aún, sin pañales gozaría de más intimidad corporal y para sus necesidades fisiológicas. Y fundamentalmente, evitar los pañales no lo sometía a lo que, según me dijo, le generaba mucho malestar físico y emocional: permanecer todo el día sucio con sus propios deshechos.

A su vez, desde la internación el paciente sería derivado a una residencia permanente de adultos mayores, dado que requería de cuidados cotidianos, pero no contaba con personas para proporcionarlos (cuidadores informales), ni las podía costear (cuidadores formales). El único referente de Roberto era un trabajador de la verdulería vecina al último hotel de pasajeros donde vivió previo a internarse, quien pese a ser convocado no se acercó al hospital. Por tanto, la vida en una institución era su presente pero también su destino. En ese sentido, el esfuerzo por conservar la autonomía de la que fuera capaz, a la vez que buscar buenas relaciones con el personal (incluida yo), serían prácticas estratégicas útiles a fin de transitar de mejor forma la vida en las instituciones.

Roberto elevó su pedido, de buen modo y explicando sus motivos. No obstante, recibió una reprimenda y una amenaza como respuesta. Frente al trato hostil, recurrió a mí como para contarlo en confidencia, ya que temía ser castigado por personal de enfermería si les hacían saber del reclamo. Al hacerle saber al jefe de la sala la situación de Roberto, me respondió que hablaría con las jefaturas de enfermería del turno diurno y del nocturno. Sin embargo, en cada entrevista él relataba malestar por los pañales y el retardo de ayuda para comer. También repetía el pedido de confidencialidad. Ya en los últimos encuentros se sentía algo más tranquilo ya que si bien continuaba usando pañales, no lo trataban tan hostilmente. Asimismo, hacía hincapié en que seguía dirigiéndose de buena forma al personal.

El hospital no por ser un lugar que debía cuidar la salud y atender la enfermedad era un ámbito donde la higiene fuera del todo preservada. Esta situación podía deberse a las costumbres, a las posibilidades de las/os pacientes, o bien, a su estado clínico. Más aún, la falta de higiene se podría vincular con el modo en que se prestaban los servicios. En síntesis, a lo admitido (suciedad visible en salas y espacios comunes y la proliferación de infecciones intrahospitalarias) y a aquello de lo que carecía (por ejemplo, más personal para limpieza, insumos y atención suficiente de pacientes).

En el hospital existían espacios que emanaban olores fuertes que podían provocar nauseas o malestares. El olor me sorprendió desde las primeras veces que ingresé a las salas de internación de adultas/os del hospital. Como todo aquello que por volverse parte de lo cotidiano deja de sorprendernos, con el tiempo, dejé de reparar en eso, excepto por las ocasiones en que resultaba profundamente penetrante. Era el olor de las excreciones del cuerpo multiplicado por 15 o 20 pacientes de sala el que por momentos dificultaba la respiración del aire en esos espacios. Las secreciones purulentas, la orina o materia fecal contenida durante horas en pañales, sondas, papagayos, chatas, vendas, en los colchones o en el piso, emanaban hedores que se mixturaban con el olor de la comida.

Tal como ha expuesto Goffman (1998), la vida institucional en una internación coloniza la vida de las personas. Retomando su trabajo y mis registros, reconocí cómo el orden de lo privado y las actividades de la intimidad quedaban expuestas a lo público siendo parte de la práctica clínica, del tratamiento, de lo ineludible. La dinámica institucional y las invalideces que padece el cuerpo que cursa procesos de enfermedad llevan hacia el afuera aquellos residuos producidos por humanos, que ensucian y se pudren. Por mi rol laboral asistía usualmente al reclamo y/o pedido angustioso de pacientes o sus familiares solicitando intercesión con enfermeras/os y médicas/os, porque durante todo un día no habían tenido un cambio de pañal, un periódico cambio de sonda o por horas no se habían vaciado las chatas y papagayos. Las personas acompañaban el relato, a menudo, recreando los gritos o amenazas recibidas de parte del personal frente a un pedido de estas características. Una amenaza usual era la de ser atadas/os a la cama si continuaban molestando, como sucedió con Roberto. A veces, estas hostilidades se agudizaban, cuánto más vulnerable, sola o imposibilitada de reclamar estuviese la persona.

Por otro lado, más allá de que aspectos como los fluidos del cuerpo o la desnudez fueran parte de lo habitual, la intención de sostener hábitos de limpieza que demanden a profesionales determinados trabajos indeseables o “molestos”, puede resultar condenado por el personal. Además, como señala Le Bretón (2011), si bien el cuerpo en la vida cotidiana se borra sin que le prestemos demasiada atención, ocurre lo contrario en una internación en que la transparencia del cuerpo enfermo es inviable y los sentidos se invierten: las situaciones que en otro contexto serían vergonzosas se tornan parte de lo admitido por la mayoría de los actores que transitan la institución. Asimismo, a veces buscar intimidad o higiene era motivo de amedrentamientos. En efecto, en la estancia hospitalaria la noción de intimidad parecía revestir representaciones diversas y alejarse de lo corporal, que se tornaba elemento público por su exposición al examen médico (Johannison, 2006). En tal sentido, Roberto a pesar de estar internado deseaba intimidad y la autonomía posible. Más aún, a pesar de usar pañales, durante su internación me solicitó si le podía conseguir ropa ya que no deseaba estar desnudo.

Retomando a Allué (2009), considero que el pedido de Roberto cuestionaba, tal vez, el poder del rol profesional y la asimetría personal/pacientes. De tal manera, ciertas/os enfermeras/os resguardaron su poder con hostilidad y, más aún, con amenazas. En el caso de la estrategia de Roberto, al verse imposibilitado de lograr lo pretendido, como no usar pañales y mantener un trato cordial con el personal, priorizó el segundo por sobre el primero. Esto se vincula a que para él prevaleció su temor al castigo por hacer pedidos y elevar reclamos sobre su intención de autonomía en las necesidades fisiológicas.

Es posible observar, a través de experiencias como la de Roberto y Juan que recibieron amenazas y tratos hostiles al interior de una institución, que -en los términos formales de sus funciones de cuidado y cura- debía ser un espacio libre de tales cuestiones.

Conclusiones

A lo largo de estas páginas, se puso de manifiesto que la rutina y el trabajo revestían mayor prioridad en términos de salud y bienestar cotidianos que el acceso a la atención del cuerpo o de síntomas dolorosos. Concretar una consulta con profesionales de salud implicaba dispensar un tiempo y esfuerzo que alteraban la vida cotidiana con lo cual sólo se consultaba por lo imprescindible. La demora en la atención parecía cobrar sentido no tanto en el temor a una enfermedad, sino en la evitación de todo aquello que con la enfermedad desplegaba.

Los extremos con respecto a la postergación de los malestares, su relación con los estereotipos de género, con las condiciones de existencia y de trabajo (rutinas, ritmos cotidianos) se consideraron en función de su implicancia en la situación de la persona. Se expuso que la demora en las consultas no se vinculaba con la falta de percepción de dolor o síntomas de enfermedad. Por el contrario, se relacionaba mayormente con la intención de sostener la rutina cotidiana por un lado y por otro con las dificultades y significados que implicaba asumir la enfermedad, que se presenta como un quiebre en la vida. No obstante, la demora de la atención se ve agudizada en los sectores sociales que viven en condiciones de pobreza dados los obstáculos que encuentran para el sostén de las rutinas cotidianas y el acceso a los servicios de salud.

Se observó que el aplazamiento en la atención de los síntomas de malestar marca un límite a través del cuerpo y es allí cuando, por el mismo acto por el que aparece la urgencia corporal, emerge también la urgencia respecto al desarrollo de la vida cotidiana. Es allí cuando la enfermedad se convierte en un hito en el curso de la vida, que involucrará gestiones, estrategias y resultados coherentes con el influjo de cada biografía.

Las trayectorias de vida dan cuenta, entre otros aspectos, de la experiencia de salud, enfermedad y deterioro que las personas tuvimos y tendremos. El arribo a efectores de salud en situaciones que motivan internaciones muestra un recorte en tales cursos de vida. A partir de ese episodio en sus vidas, las mismas se resignifican.

Ahora bien, hay un modo en que las lógicas organizacionales del hospital condicionan las alternativas de tratamiento y egreso que se ofrecen a las personas durante su internación. Esta idea se sostiene sobre la premisa de que las lógicas organizacionales hospitalarias producen obstáculos y encrucijadas que condicionan el trabajo diario e impactan en la gestión del malestar de las/os pacientes. A la vez, los obstáculos no sólo se producen en el hospital, sino que también son la expresión de la escasez de recursos y alternativas ofrecidas por otras instituciones de política pública.

A partir de trabajos anteriores, es posible entender que cuando una situación de urgencia o deterioro se muestra en un efector como el hospitalario este no logra, o tal vez no busca, ofrecer recursos que aborden integralmente la complejidad de la situación de las personas más allá de ese tránsito por el efector (Cunzolo y Rada Schultze, 2021; Cunzolo, 2021). La escasez de políticas integrales que excedan la respuesta que puede brindarse en una hospitalización y al egreso de la misma es una problemática que atañe a todos los grupos poblacionales. A su vez, el hospital condensa una variedad de situaciones y personas que necesitarían o se hubiesen beneficiado del abordaje y/o implicancia oportuna de otras áreas, políticas e instituciones del Estado y que se desentienden, no intervienen o que han tenido intervenciones que provocaron más daños que beneficios en la vida de las personas.

En la interacción en la organización entre usuarios/as y profesionales en el marco de la organización institucional se producen múltiples escenarios. Por un lado, aquellos en los que hay cura y recomposición y, por otro lado, aquellos en que ni la institución ni sus profesionales pueden o quieren cumplir con sus funciones laborales de curar y cuidar. Esto último entraría en conflicto con la legislación vigente en materia de derecho a la salud. Más aún, en esa variedad de escenarios son usuales las encrucijadas institucionales en las que quedan entrampados/as profesionales y pacientes (Cunzolo, 2022). De manera que la relación entre usuarios/as y profesionales ubica a los/as primeras frente a problemas que subyacen a las alternativas que brinda la institución.

Este argumento supone que en el acontecer hospitalario se presentan una serie de problemas que si bien se desarrollan, no encuentran solución. Ello caracteriza la vida institucional, se vincula a las políticas públicas y se expresa en la atención a las personas. A saber, hacer un tratamiento de salud o negarse, pero en ambos casos sin condiciones materiales de vida que posibiliten el buen curso del mismo, retomar la vida en las condiciones deteriorantes o pasar a vivir en una institución/organización de asilo que también podría resultar nociva para la calidad de vida, entre otras.

Por su parte, las encrucijadas son las formas particulares en las que las lógicas institucionales confrontan con la realidad de las/os pacientes. En otras palabras, las encrucijadas volverán a aparecer una y otra vez vinculadas a la particular situación de cada persona, sin embargo, con un denominador común relacionado a la organización hospitalaria. En qué medida tal complejidad condiciona la gestión de los malestares es algo a seguir investigando.

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[1] Trabajadora Social. Magíster en Antropología Social (IDES/IDAES-UNSaM). Doctoranda en Ciencias Sociales (UBA). Docente de Salud Pública (UNPAZ). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

[2] Recuperado el 28.5.2024 de: https://www.who.int/es/about/frequently-asked-questions

[3] La vida cotidiana se entenderá como un espacio de construcción dinámico donde las personas van conformando la subjetividad y la identidad social, bajo la influencia que ejercen los aspectos y condiciones externas al individuo, como factores sociales, económicos y políticos dentro de un ámbito cultural determinado (Uribe Fernández, 2014).

[4] La investigación mencionada fue llevada adelante en el proceso de tesis de maestría y partió de inquietudes surgidas en un ámbito que conocía por mi inserción laboral desde el Trabajo Social.  Mediante un enfoque etnográfico el propósito fue describir cómo las personas que vivían en condiciones de pobreza en barrios de la zona del sur de la Ciudad de Buenos Aires (en adelante CABA) y asistían a un centro de salud y un hospital, llevaban a cabo las gestiones de sus malestares y enfermedades. A su vez, cómo las presentaban frente a las/os profesionales, qué hacían al respecto, cómo y cuál era la demanda de atención, qué recursos y estrategias ponían en juego, y cómo se vinculaba ello con sus perspectivas sobre salud y enfermedad.

[5] Consultado el 28.5.2024 de: https://www.rae.es/diccionario-estudiante/gesti%C3%B3n

[6] La enfermedad como obstrucción de la vida cotidiana también fue abordado por diversos autores como Otegui Pascual (2009); Castro Perez (2009), Grimberg, (2009), entre otros/as.