Socio DebateRevista de Ciencias SocialesISSN N° 2451-7763 e ISSN - Latindex N° 2451-7663 |
Resumen:
La configuración del rock primero como género musical, luego como eje cultural, y más tarde como bien de consumo, encerró siempre una noción edadista de pertenencia. El rock fue la piedra basal de una nueva categoría: la de los jóvenes como sujeto social capaz de desarrollar sus propias preferencias culturales, así como un imaginario específico que pretendió modificar la realidad heredada de alguna manera.
Su carga revulsiva, progresiva, revolucionaria, sensual, dionisíaca o simplemente estética se supo presentar en diferentes instancias como antinómica del envejecimiento social e individual. Tales representaciones sociales tuvieron repercusión sobre todo aquello que el rock pretendió ser en cada momento histórico desde su emergencia, en la medianía del siglo XX.
A través de un repaso genealógico de las principales corrientes que indagan en sus orígenes como música de baile liberadora de cuerpos masculinos y femeninos, su posterior desarrollo como vector de una oleada contracultural, y las ulteriores presentaciones de mayor o menor belicosidad para con el mundo adulto, este artículo se propone encontrar el fundamento de tales prestaciones y representaciones, así como su evolución a lo largo del tiempo, desde mediados de la década de 1950 hasta los comienzos del siglo XXI, en sintonía con la evolución del capitalismo occidental.
Palabras claves: rock – representaciones sociales – edadismo – envejecimiento – contracultura – genealogía.
Abstract:
The configuration of rock first as a musical genre, then as a cultural axis and later as a consumer good, always contained an ageist notion of belonging. Rock was the foundation stone of the new category of young people as a social subject capable of developing their own cultural preferences, as well as a specific imaginary that sought to modify the inherited reality in some way.
Its revulsive, progressive, revolutionary, sensual, dionysian or simply aesthetic charge was presented in different instances as antinomic to social and individual aging. Such social representations had an impact on everything that rock sought to be at each historical moment since its emergence, in the middle of the 20th century.
Through a genealogical review of the main currents that investigates its origins as dance music that liberates male and female bodies, its subsequent development as a vector of a countercultural wave and subsequent presentations of greater or lesser bellicosity towards the adult world, this article aims to find the foundation of such benefits and representations, as well as their evolution over time, from the mid-1950s to the beginning of the 21st century, in line with the evolution of Western capitalism.
Keywords: rock – social representations – ageism - aging– counterculture– genealogy.
Introducción
La idea de este artículo surgió al difundirse la noticia del fallecimiento del guitarrista de hard rock Eddie Van Halen. Al morir a los 65 años en la cama de un hospital en Santa Mónica, California, abatido por un cáncer de garganta, el período vital del músico no había alcanzado la esperanza actual de vida en los Estados Unidos, que es de 78 años. Aquel fue el disparador para pensar en el envejecimiento, la enfermedad y la muerte anticipada como cuestiones a problematizar en relación al universo del rock como género, cultura o contracultura.
El tiempo actual provee un contexto que, en el pináculo de su influencia cultural y simbólica, el rock difícilmente hubiera querido abordar: el del envejecimiento, el debilitamiento físico o la muerte de una de sus mayores luminarias en condición de “vieja”. Leyendas del rock que cumplen su curso vital, otras que se retiran, artistas que todavía giran en condición de “viejos jóvenes” o “jóvenes viejos”.
Siguiendo el pensamiento de Bourdieu (2010), en la complexión de las reglas artísticas del rock y en una incipiente tradición, el modo de apropiación que se constituyó como legítimo excluyó a la vejez de sus posibilidades. Si las necesidades culturales suelen ser producto de la educación en tanto nivel de instrucción y origen social, este caso sumó una nueva limitante: la condición etaria. Si a la jerarquía socialmente reconocida de las artes se corresponde la jerarquía social de los consumidores, ahora se agrega la jerarquía otorgada por la edad. Lo deseable, en el rock, tuvo histórica y constitutivamente que ver con lo joven, desde la producción hasta el consumo.
Al menos durante sus años de erupción creativa, la elaboración de sentido supuso un tipo de emisor y uno de receptor sustancialmente jóvenes tanto en su ámbito natural -el de los países anglosajones- como en su adaptación argentina. La exclusión del mundo adulto operó entonces como ingrediente basal y distintivo en ese tiempo de máxima influencia, voracidad transformadora y revulsión. Aquel escenario asignó a los viejos una falta total de legitimidad dentro del círculo.
Los años de juventud fueron asociados a la posibilidad de romper estructuras para moldear al mundo en torno a nuevas ideas, inventar lenguajes artísticos, ejercer públicamente el derecho al placer, exhibir los cuerpos, experimentar con la mente a través del uso de sustancias psicotrópicas o, simplemente, pasarla bien. Este punto de vista reforzó durante décadas un ideal de vacío de sentido entre la juventud y la muerte esperable: ¿no había más nada en el medio?
Existe una explicación -al menos una serie de argumentos- para comprender el porqué de esta configuración. El universo social específico del rock supone un vínculo irrompible con el momento histórico de su emergencia y apogeo. Ese contexto estipuló una serie de reglas e intereses específicos, una illusio en cuyo andamiaje no existió lugar legítimo para el envejecimiento.
Podría pensarse también cómo las representaciones sociales (Moscovici, 1961) acerca del rock sirvieron de función organizativa para los individuos implicados. Por un lado, la noción de invalidez del pasado y la exaltación del presente pudieron verse como un vector motivacional desde el punto de vista creativo; por el otro, el mismo pensamiento pudo haber significado un acto coactivo según la edad para los mismos participantes, cuestión que también determinó las características de su desarrollo en la etapa de apogeo, que ubicaremos entre mediados de la década de 1950 y el fin del siglo XX.
Se observa asimismo la escala de lo físico, y no solamente desde el plano de la imagen. Las posibilidades de performance del rock fueron creadas en su momento por gente joven con capacidades corporales a tope y, en muchos casos, con la intención de sacar máximo provecho de ellas, por lo que los parámetros artísticos se ajustaron a ese rango de posibilidades. Esa configuración vuelve dificultosa la oportunidad de contemplar obras de rock hechas por viejos, sin un -al menos leve- sentimiento de pérdida como intermediario.
Para poder abordar esta mecánica, parece apropiado emprender una reconstrucción genealógica de las condiciones de posibilidad del surgimiento del rock, primero como género, luego como cultura y, por último, como nicho. Esas circunstancias le atribuyeron un diferencial etario inédito hasta el momento, al dar lugar a una cultura con transferencia intergeneracional prácticamente nula durante sus años de apogeo.
No obstante, la misma evolución genealógica deja evidencia de que, a medida que el rock comenzó a mirar hacia el pasado con simpatía o deseo y a perder su exigencia revulsiva, se incrementó la transferencia intergeneracional de conocimientos y cayó la importancia de la limitante etaria. Mientras bajaba sensiblemente el nivel de peligrosidad artística, los viejos se incorporaron parcialmente al círculo del rock; de nuevo, desde la producción hasta el consumo. La aceptación de otras cohortes etarias en el círculo se produjo en el mismo momento en el que el rock renunció a su voluntad transformadora. Esa incorporación se podría entender como el paso de un edadismo explícito a uno implícito.
El cambio de siglo ofició de parteaguas en esta historia. Las siguientes líneas se proponen, desde una mirada genealógica general, revisar algunos conceptos sobre cómo una serie de características originarias derivó en una representación aumentada de edadismo; y cómo hoy, a medida que el rock mismo se hace viejo, el viejismo en él contenido no desaparece, sino que se torna implícito, siguiendo a Levy y Banaji (2004).
Listos para salir a jugar
El rock and roll emergió a mediados de la década de 1950 en las entrañas de una sociedad norteamericana opulenta. El éxito del New Deal encontró al mercado local ávido de ampliar su horizonte de consumidores; se multiplicaron los nuevos empleos y una porción de la clase trabajadora tuvo por primera vez dólares extra para depositar en los bolsillos de sus hijos adolescentes. Ahora los jóvenes no eran simples proyectos de mano de obra, también eran productores y consumidores activos cuya demanda iba en ascenso.
El poder de demanda derivó en un nuevo tipo de estética. Algo inimaginable años atrás, cuando el salto de la niñez a la adultez era algo inmediato. Como explica Chastagner (2012), la incorporación de la juventud a ese universo de consumo ya no requirió de una “educación” adulta, sino que se dio a modo de explosión exponencial: por fuera del horario escolar, los jóvenes desarrollaban su vida pública en diners y drive-in. Mientras tanto, diezmado por los efectos de la guerra y el trabajo duro fabril, el mundo adulto estaba ocupado en sus propios asuntos. En ese contexto, y principalmente a través de la radio, comenzó a popularizarse el rock and roll, un nuevo ritmo musical en apariencia hecho por jóvenes y para jóvenes, heredero del blues, el country y el swing.
Esa primera oleada no tuvo más ideología que la de la búsqueda de satisfacción de algunas necesidades sectoriales, dentro de su tejido histórico y geográfico. En School Days, Chuck Berry cantaba sobre sus aspiraciones hacia el fin del día de escuela: “Te ponés romántico con la persona que amás/Todo el día estuviste queriendo bailar”. El rock and roll era, efectivamente, música para bailar. Liberar el cuerpo, desestructurar la postura, promover el romance, desechar las obligaciones; todas esas posibilidades cautivaban a una gran mayoría de jóvenes norteamericanos de mediados del siglo pasado.
El rock and roll no fue considerado masivo y popular en los Estados Unidos hasta la aparición de Elvis Presley, un cantante blanco de voz grave y profunda, y de movimientos sensuales. Alrededor del intérprete se generó un fenómeno masivo inédito con un condimento único: su condición de “blanco con voz de negro”, sumada a la sexualidad de su performance física, le confería a su arte un aura de peligrosidad totalmente novedosa. Cuando actuó en el show televisivo de Ed Sullivan, en 1956, la cadena televisiva CBS prohibió que lo filmaran de la cintura para abajo por considerar “ofensivos” sus movimientos pélvicos.
Los nuevos consumidores no sólo eran jóvenes, en muchos casos eran también jóvenes mujeres, que exponían sin pudor su deseo físico y espiritual por un músico. La sexualidad fue, entonces, un aspecto inescindible del rock desde su popularización, una parte del contrato artístico entre los creadores y su audiencia.
Esta representación de los jóvenes partió desde los Estados Unidos hacia el resto del mundo occidental. Un imaginario reforzado por los prototipos de las películas que presentaban a un nuevo joven ideal, capaz de proveerse sus propios gustos. Y tuvo también su diferencial en una incipiente escenificación del placer, algo hasta entonces oculto, no sólo para la sociedad en general, sino especialmente para los jóvenes. Más tarde, con la emergencia del rock como cultura, esa sensación ampliaría su alcance.
Esta primera etapa alumbró algunos fenómenos, entre los que destacamos cuatro: la inauguración de las franjas jóvenes de población como consumidoras relativamente autónomas, la sexualización abierta del hecho artístico –preponderancia de lo físico-, la limitante etaria, y la incorporación de la mujer como actor protagónico del consumo. A estos factores se sumó la apropiación cultural, que hizo que el rock and roll fuera algo de jóvenes, y no sólo de jóvenes negros. El período se extendió hasta mediados de la década de 1960, aún con importantes cambios, como la proliferación de artistas jóvenes de rock and roll en Inglaterra.
Queremos el mundo y lo queremos ahora
La segunda etapa muestra una preservación de esas características con agregados primordiales. El Plan Marshall hizo efecto en buena parte de Europa, que mientras esperaba por su reconstrucción recibía discografía desde el norte de América. Rápidamente, muchos jóvenes británicos se familiarizaron con el rock and roll y lo reconstruyeron con su propia impronta. Entre ambos puntos, durante la segunda mitad de la década de 1960, la música empezó a tomar otra forma.
Desde el plano musical, se quebró la recurrencia estructural, instrumental y lírica del rock and roll, al incorporar el factor pop a la receta, en múltiples sentidos. La exploración de otros métodos de registro, de otros instrumentos, de otras culturas y experiencias sensoriales inauguró al rock como cultura o, como se definió por entonces, como contracultura. Con esta nueva carga simbólica repleta de fetichismo cultural, se pretendía dejar atrás el esqueleto del “mundo viejo” para abrir paso a un nuevo mundo, cuyas reglas, moralmente más elevadas, serían impuestas por los y las jóvenes de entonces.
La contracultura así entendida tuvo fundamento en el espíritu hip[1] norteamericano, fuente de inspiración de los beatniks, por ejemplo. Apoyada en la escasez de responsabilidades que le confería la etapa vital abierta entre la niñez y la adultez, y en la cierta tranquilidad de la posguerra, una generación masiva de baby boomers vivió un marco histórico sin igual, sumado a la extendida lista de talentos y leyendas que por entonces abastecían a la escena con obras jugosas.
El rechazo a la guerra en Vietnam, el atractivo alegórico del Mayo Francés –“No confíes en nadie mayor de 30 años”-, la popularización de sustancias psicotrópicas, el ascenso del hipismo, ofrecieron un marco especial a la música. Enfrentados al mundo que los había traído a la vida -el de los adultos-, los numerosos baby boomer creyeron encarnar la caída del corsé del American Way of Life con todos sus mandatos y pretendieron tomar las riendas del nuevo mundo a través del arte, el activismo, la moda, o las ideas pacifistas.
El eros tomó todavía más lugar en el centro del panorama. La escenificación del placer y el deseo se intensificaron con el nuevo rock, que ya no era música para bailar: era música para pensar y rebelarse. Tampoco era sólo música, también era literatura y cine, entre otros tipos de arte. Algunas pocas mujeres se incorporaron ya no como consumidoras, sino también como creadoras.
En la Argentina, el movimiento del rock –por entonces llamado “música progresiva” o “pop”-, también prosperó sustancialmente en aquella época. La experiencia televisiva de El Club del Clan había apuntado a conectar con la juventud desde la frescura de sus ritmos, pero con líricas circunstanciales y complacientes. Poco después, una porción de las nuevas generaciones fue en busca de su propia bandera; así fue que algunos de sus hitos fundamentales estuvieron cargados de ese espíritu de rechazo hacia el mundo adulto que le estaba siendo heredado. Una de las canciones fundacionales del ahora conocido como rock argentino, fue el sencillo Rebelde, editado por Los Beatniks en 1966:
Rebelde me llama la gente,
Rebelde es mi corazón/
Soy libre y quieren hacerme
Esclavo de una tradición/
Todo se hace por interés,
Pues este mundo está al revés/
Si todo esto hay que cambiar,
Siendo rebelde se puede empezar.
Pero el primer gran éxito del rock argentino no llegó sino hasta el año siguiente, cuando Los Gatos publicaron La Balsa, una readaptación de la canción original de Tanguito. Esta versión, aún suavizada, planteaba el quiebre de una generación con sus antepasados y la necesidad no de cambiar la realidad, sino de escapar de ella a cualquier costo:
Estoy muy solo y triste acá
en este mundo abandonado/
tengo la idea de irme
al lugar que yo más quiera.
En Inglaterra y los Estados Unidos, aquella era dorada se extendió por poco más de tres años. Sobre el cierre de la década, una serie de hechos determinaría su fin: la presentación trágica de The Rolling Stones en el Altamont Speedway Free Festival, California -que terminó con un muerto a manos de los Hells Angels, a cargo de la seguridad-, la realización del festival de Woodstock -más allá de su innegable impacto, expuso la masificación de la contracultura-, los sangrientos crímenes de la familia Manson, y la separación de The Beatles. De a poco, esta generación se vio a sí misma repetir ciertas conductas alienadas que se había prometido eliminar.
Por otra parte –y para nada menos relevante-, entre 1969 y 1971 se produjeron las muertes de Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, todas relacionadas con el consumo de drogas y, curiosamente, todas producidas a los 27 años de cada uno. Eso supuso un límite físico y emocional a lo que hasta entonces parecía ser un infinito camino de experimentación y libertades. Estas caídas también redundaron en la canonización del cuerpo joven y una consecuente negación del envejecimiento como posibilidad.
La contracultura se topó con sus propios problemas y llegó a ver su reflejo alienado. La representación infinita de libertad podía haber sido apenas un espejismo. “El sueño terminó”, dictaminó meses después John Lennon en su canción God. Las bases del rock como movimiento contracultural fueron sentadas por entonces, y a la vez, puestas en jaque para siempre.
En ese período se mantuvieron y profundizaron las características de la etapa anterior. Se sumaron nuevos elementos culturales, la simpatía por otras elecciones personales como el nomadismo o la bohemia, las masas de jóvenes se dejaron arrastrar por una impresionante ola de creatividad y, fundamentalmente, por la idea de que podrían crear un nuevo mundo a través del arte y el activismo pacifista.
El confinamiento etario fue total; el edadismo, explícito y sensato. Probablemente, también necesario, ante el empoderamiento de una generación de jóvenes convencida de que tenía mucho para decir y hacer.
Nosotros no tenemos swing
El rock prosiguió su avance, con creatividad, en las dos décadas siguientes; ahora, con pretensiones colectivas diezmadas y dispersas. Cambios en su código y lenguaje marcaron el paso de una nueva secuencia, que reemplazó lo generacional por lo etario: los jóvenes tendieron a identificarse con el estilo, cualquiera fuese su formato y cualquiera fuese su generación.
La década de 1970 cosechó la potencia de un público ya cautivado por el rock en su esencia, como fuente de identidad y cauce de rebeldía. El enunciado contracultural se deprimió frente al volumen del mercado. La dinámica en la disputa por el mainstream se volvió frenética. En la segunda mitad del decenio, los nuevos jóvenes ya no discutían la música de sus padres, sino la de sus hermanos mayores.
“Odio a Pink Floyd”, decían las letras en la remera que tenía puesta Johnny Rotten el día que se probó como cantante de los Sex Pistols, donde más tarde acuñaría la famosa frase: “No hay futuro, ni para vos ni para mí”. La revolución del punk fue acaso la última gran revuelta del rock: ahora ya no sólo contra el mundo adulto -incluidas las instituciones que lo representaban, desde la monarquía británica hasta la familia-, el rock se rebelaba también contra sí mismo para romper con la hegemonía del virtuosismo sinfónico, donde las bandas se parecían más y más a las instituciones: monstruosas, jerárquicas, deshumanizantes, burocráticas, alienantes, pretensiosas y distantes de las urgencias de la nueva juventud.
Destrabando ese paréntesis triunfal de lo apolíneo por sobre lo dionisíaco en el género, el punk operó como una revolución artística dentro de otra. En lugar de plantearse mejorar el mundo, se limitó a ser su espejo, afeando la imagen. En lugar de proponer ser libres a campo abierto, les contó a los jóvenes de las ciudades grises que el futuro era una farsa. Cambió grandes manifiestos poéticos por situacionismo. En vez de narrar viajes al centro de la Tierra, contó historias callejeras. Cambió ovaciones por escupitajos. Así fue la voz de una generación abatida por el fin del Estado de Bienestar y la falta de perspectivas.
Nuevas formas de vestir, de cantar, de empuñar instrumentos, de concebir el arte escénico, inundaron las ciudades del primer mundo anglosajón. Un elemento que se vio trastocado fue el de la sexualidad: a causa del desánimo generalizado, la pérdida de deseo también se difundió como referencia. La limitante etaria, por el contrario, se mantendría, aunque por otras causas: estos jóvenes ni siquiera tenían intención de llegar a viejos. Por otra parte, la división generacional ya no era ideológica sino de perspectiva: los nuevos adolescentes no tenían contención por parte del mundo adulto.
La revuelta punk duró apenas dos o tres años. Tiempo suficiente para cambiar la historia de la música pop para siempre. Detrás suyo, se impuso la new wave. También surgieron otros estilos vinculados a las posibilidades técnicas de la época, como el electropop. En la rama del hard rock, prosperó el ala glam, con hipersexualización del contenido y una nueva normalización de los cuerpos jóvenes. Estos nuevos movimientos fueron fogoneados por un actor novedoso: los canales de videoclips. Sin ninguna otra pretensión que la estética, el rock ya no era el vector de una generación pretendiendo imponer su lógica; en su escala masiva, era un artefacto moldeable que estaba ahí, listo para que cualquier joven fuera a consumirlo.
Ya en la década de 1990 había quedado claro que los jóvenes rockeros –creadores y audiencia- no tenían ninguna intención de cambiar el mundo. La mayoría, al igual que los años ‘50, buscaba diversión o una contraseña generacional. La camada talentosa del grunge mostró que la simple tristeza y angustia existencial también podían ser banderas de un negocio fenomenal. El suicido de Kurt Cobain fue una manera violentamente poética de matar al sueño por última vez: no sólo no se podía cambiar el mundo, el colchón de estrellas armado por la industria del entretenimiento tampoco podía mantenerlas a salvo del sinsentido.
Le entregué mi corazón a un simple acorde
Con puntualidad asombrosa se daría la caída definitiva de esta forma de encarar el mundo desde el arte. El cambio de siglo fue el momento en el que el rock, como movimiento, como industria, o como intento de identificación, resignó la posibilidad de antagonizar con sus viejos rivales: los adultos, o el rock mismo. Esas rivalidades le habían permitido avanzar todo ese tiempo, pero el fenómeno del denominado retro rock y su reivindicación vintage no sólo frenaron la posibilidad de mirar hacia adelante -aunque fuera, con angustia-, sino que implantaron una novedad sin síntomas de modificación a la fecha: la glorificación del pasado.
En un mundo que, como analiza Bauman (2017), ya estaba completamente instalado en la glorificación cultural del pasado, el rock había buscado siempre romper con eso. En este punto, se canceló aquella suerte de pacto o contrato artístico firmado hasta entonces con sus respectivos públicos.
La industria apostó enérgicamente por este nuevo paradigma. No sólo con grupos con estilo revival de garage como The Strokes, también con reediciones de clásicos, remasterizaciones, regrabaciones y reuniones de grupos históricos. La nostalgia ocupó un lugar preponderante en la creación de sentido. Las tecnologías asociadas a lo digital también fueron determinantes, como la expansión de Internet y la compresión en mp3, que habilitó nuevos caudales de almacenamiento y distribución. Esta serie de argumentos, agrupados dentro de lo que Reynolds (2012) denomina “Retromanía” para la cultura pop, mientras que Bauman (2017) bautiza “Retrotopía” para la sociedad en general, cambiaron la fisonomía del rock.
Con esta serie de recuperaciones del pasado, la industria reincorporó a una franja de población ya adulta que, por poder adquisitivo, pudo alcanzar esas ediciones conmemorativas costosas y congraciarse con los artistas “de su época”. Por otra parte, puso también nuevamente en primer plano a muchos músicos que habían tallado sus años gloriosos como jóvenes. Ahora reaparecían como adultos o como viejos. Hubo casos de vigencia permanente, como el de The Rolling Stones. Pero otros reaparecieron y fueron reevaluados como “jóvenes viejos”, por lo que se les pedía menos en cada performance. Se ponderaba lo que había detrás de todo aquel imaginario “joven”: la obra de arte.
Si el rock había sido “cultura joven” por cuestiones de edad, ya no lo era, tenía medio siglo de vida. En su contenido, los excelentes números de ventas de discos que habían sido novedad tres décadas atrás, mostraban que la industria se interesaba en otra cosa, y que la sostenían principalmente los adultos. Las novedades buscaban legitimidad en la simbología del pasado.
El elemento central era ahora el fetiche. ¿Qué había detrás? La glorificación de la propia juventud, la llave hacia un pasado perdido de rebeldía, expectativas, ideas nuevas, y la certeza de imposibilidad en el presente. El recuerdo de los cuerpos fulgurosos y plenos de deseo, la resignación ante la decrepitud y el apelmazamiento. La configuración viró de edadismo explícito, a edadismo implícito. Los viejos se sumaron al circuito, pero como “jóvenes viejos” o embajadores de “lo joven”, negando su auténtica identidad.
La transferencia intergeneracional se legitimó y pasó a ser vista como un valor en lugar de como un problema. El rock se volvió nicho en la mirada de la industria, pero también en la perspectiva de su público, que vio ahí un sitio seguro y siempre disponible para ir a buscar la representación de la juventud perdida.
Hasta ahí había llegado el rock como representación de lo joven, que a su vez encarnaba lo rebelde, lo sexual, lo dinámico, ágil y flexible, la perspectiva de cambio, la diversión despreocupada, el uso legítimo de sustancias ilegales y, en algún caso, la proyección de un mundo mejor. Características que, en la representación social que a los viejos les cabe en este marco, les son presentadas como ajenas. Allí radica la persistencia del edadismo implícito.
Reflexiones finales
El envejecimiento, el retiro y la muerte de muchas de sus figuras pone al rock frente a una realidad que constitutivamente negó.
Habiendo creado su propio espacio en un contexto particular del capitalismo occidental, funcionó primero como una incipiente cultura de masas con la capacidad inimitable de figurar -o sugerir- algún tipo de cambio social a cargo de una generación. Más tarde, esa bandera dejaría de pertenecer a una generación para ser patrimonio de una cohorte etaria –los jóvenes y sus tribus- sin distinción de cuál fuese su sustancia.
La noción colectivista acuñada durante los años dorados de la década de 1960 dio lugar a una concepción individual o, en el mejor de los casos, tribal. De cualquier modo, esa sociedad entre música y perspectiva de cambio social –mayormente nominal, imaginaria, basada en las formas y no en el contenido- fue tan efectiva que pudo carrear a una industria durante décadas.
El matrimonio entre rock y perspectiva de cambio, en su génesis, colocó estructuralmente por fuera a los adultos, que por contexto histórico habían quedado pegados a las viejas estructuras. Allí hizo pie la representación social que habilitó a artistas y público interpretarse a sí mismos como identitariamente jóvenes durante un tiempo prudente.
El desarrollo genealógico permite ver cierta justicia en esas razones. Durante décadas, el rock tomó ese capital para monopolizar el imaginario de lo revolucionario y progresivo como cualidades exclusivas de la juventud. Renovó y perfeccionó los marcos estéticos. La contrapartida fue el refuerzo de la representación social negativa sobre adultos y entre ellos, los viejos, asociados con la terquedad, el conservadurismo, la debilidad y la inminencia de la muerte por causas naturales, entre otros aspectos.
Entre todas estas particularidades, a medida que el rock fue perdiendo influencia real entre los jóvenes a manos de otros estilos musicales, la representación del cambio social se diluyó progresivamente en tiempo y espacio. La transferencia intergeneracional y la incorporación de los viejos, ya no como inmigrantes culturales, sino como protagonistas de la historia, se naturalizó, pero desde el lugar de “jóvenes viejos”. Siempre se debe tener en cuenta que este recorrido contempla la evolución de las corrientes principales del rock a lo largo de su existencia, y no agota de ninguna manera la retórica ni los códigos de sus múltiples ramificaciones y subgéneros.
Como sucede con otros géneros, el rock se mantiene como un buen espacio para crear música. Dejó en el recorrido discos y canciones sorprendentes, y está en condiciones de seguir haciéndolo. Alguna ola podrá volverlo a traer a la orilla hasta convertirlo en la nueva vieja moda, pero difícilmente recupere el factor extra que lo empoderó. Aquel factor tuvo alguna vez un motivo que a la postre se encapsularía en el edadismo y, más tarde, quedaría reducido a un fetiche como un cofre de juventud. Y aunque estas líneas no lo pretendan activamente, de alguna forma se hacen eco de esa pequeña tragedia.
Referencias bibliográficas
Bauman, Z. (2017). Retrotopía. Buenos Aires: Paidós.
Bourdieu, P. (2010). El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Chastagner, C. (2012). De la cultura rock. Buenos Aires: Paidós.
Levy, B. y Banaji, M. (2004). Viejismo implícito. En T. D. Nelson (Comp.), Viejismo. estereotipos y prejuicios contra las personas myores. Massachusetts: The Mit Press.
McGowan, T. (1996). Viejismo y discriminación. En J. Birren, Encyclopedia of Gerontology. Nueva York: Academic Press.
Moscovici, S. (1961). El psicoanálisis, su imagen y su público. Buenos Aires: Buemul.
Pujol, S. (2007). Las ideas del rock: genealogía de la música rebelde. Rosario: Homo Sapiens Ediciones.
Reynolds, S. (2010). Después del rock: psicodelia, postpunk, electrónica. Buenos Aires: Caja Negra.
Reynolds, S. (2012). Retromanía: la adicción del pop a su propio pasado. Buenos Aires: Caja Negra.
[1] Reynolds (2012) explica: “Hip es un término del argot norteamericano que refiere a alguien que está atento a la moda, plenamente consciente de sus últimas tendencias. Desde el movimiento beatnik en adelante, se considera hípster a aquel bohemio que se mantiene marginado respecto de la American Way of Life, pero al día respecto de los fetiches culturales del momento” (p. 18).