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Socio Debate

Revista de Ciencias Sociales

ISSN N° 2451-7763 e ISSN - Latindex N° 2451-7663

Borges, Kierkegaard, Heidegger y Sartre. A propósito de la inmortalidad

Resumen:

Vivimos una época en donde el tiempo se ha acelerado, la población envejece y es cada vez más longeva y se ha instalado en el imaginario social la idea de que la muerte es una tragedia que compite con la vida. La sociedad occidental actual hace un culto a la vida, pero no ya como una existencia sino como un suceso hedonista que expulsa todo lo que no sea agradable, y la muerte, que es el corolario obligado de estar vivo/a, es desalojada de esta misma vida. Este artículo indaga, a partir de la influencia de cuatro autores: Jorge Luis Borges, Soren Kierkegaard, Martin Heidegger y Jean Paul Sartre, el impacto que puede tener en la vida existencial el tema de la inmortalidad. El trabajo está enmarcado en una perspectiva existencial y sociológica y debe ser interpretado como un aporte desde la sociología del envejecimiento.

Palabras claves: vida – existencia – inmortalidad

Abstract:

We live in a time where time has accelerated, the population is aging and living longer, and the idea that death is a tragedy that competes with life has been established in the social imagination. Current Western society makes a cult of life, but not as an existence but as a hedonistic event that expels everything that is not pleasant, and death, which is the obligatory corollary of being alive, is evicted from this same life. This article investigates, based on the influence of four authors: Jorge Luis Borges, Soren Kierkegaard, Martin Heidegger and Jean Paul Sartre, the impact that the topic of immortality can have on existential life. The work is framed in an existential and sociological perspective and should be interpreted as a contribution from the sociology of aging.

Keywords: life - existence - immortality

Introducción

Hacia fines del siglo XIX, cuando ya la modernidad está expresada, se estructura y se sistematiza un pensamiento filosófico que deviene de un tipo particular de vitalismo. Nietzsche en primer lugar y Kierkegaard en segundo, comienzan a influir notoriamente en el pensamiento filosófico crítico de la racionalidad instrumental que se estaba imponiendo en el mundo occidental a posteriori de ciertos triunfos de la técnica.

El reemplazo lento pero tenaz del vapor por la electricidad, el aumento de la producción y del consumo en las ciudades y cierta paz entre las potencias, daban una idea de que por fin la humanidad estaba ingresando en un período de expansión económica que legitimaba un modo de producción asentado en la razón productiva, y que justificaba racionalmente las diferencias que se pudieran advertir. Nietzsche, siempre claro en su intuición antimodernista, desde su “filosofía a martillazos”, pone en aprietos a esta mentalidad enrostrándole su falsedad. Si Dios ha muerto, eso no significa que se pueda hacer cualquier cosa. El sueño de la omnipotencia racional se hará trizas en febrero de 1916 cuando los cañones alemanes y franceses se trencen en Verdún y comencemos a aprender que no todo lo que nos plantea el ideal moderno se cumplirá inexorablemente y que la razón puede ser asesina. Ya antes, en ocasión de la Comuna de París en 1871, pudimos darnos cuenta que el sueño de la igualdad social se enfrentaría en una lucha mortal contra la defensa de los intereses mercantiles de los propietarios. El sueño de la Francia revolucionaria expresado en Libertad, Igualdad y Fraternidad sucumbió sin madurar.

Lo que me interesa es señalar que tanto Nietzsche como Kierkegaard advirtieron tempranamente la influencia de la vida para comprender a la humanidad, pero serán unos años más tarde cuando pensadores de la talla de Edmund Husserl, el padre de la fenomenología, junto a otros filósofos como Karl Jasper, Max Scheler, Emmanuel Levinas y, sobre todo Martin Heidegger, sentarán las bases para que después vengan Maurice Merleau-Ponty, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Jacques Derrida, y fortalezcan esta idea de que el hombre concreto de Kierkegaard no es más que un proyecto inacabado que se hace a sí mismo mientras dura[2] su existencia en este mundo. Es Sartre quien mejor lo expresa con su idea de nada nauseabunda. El mundo, para los existencialistas, es una roca que flota en el espacio, y en esa roca se despliega la vida que no tiene ningún sentido trascendental.

El objetivo de este artículo es presentar una reflexión sobre el tema de la inmortalidad a partir de un cuento de Jorge Luis Borges interpretado en clave existencialista a través del pensamiento de Soren Kierkegaard, Martin Heidegger y Jean Paul Sartre para que sirva de insumo en el estudio de la existencia y del proceso de envejecimiento toda vez que la muerte es el fin de esa existencia. La metodología utilizada ha sido una revisión bibliográfica a la que se le suman las propias reflexiones del autor.

Kierkegaard. El filósofo del hombre concreto

Soren Kierkegaard fue uno de los primeros pensadores que planteó como objeto de la filosofía el estudio del hombre concreto. Abandonó la idea de que lo importante para el saber filosófico reside en la búsqueda de esencias, substancias, accidentes o esas categorías que culminan en el absurdo más maravilloso que puede construir el pensar humano. A Kierkegaard le debemos la precisión de la concretud; indagar sobre los seres humanos concretos nos obliga a analizar sus contingencias o, como diría Ortega y Gasset, sus circunstancias. Guardemos estas ideas porque la retomaré más tarde.

El núcleo significativo del concepto concreto no es muy difícil de entender; refiere a lo que es considerado en sí mismo, lo que suministra la idea de determinado, preciso. Un hombre concreto, por ejemplo, se verifica en su nombre, apellido, linaje, peso, altura, etc. Todos los datos que le pertenecen, lo determinan. Este es el sujeto que nos trae Kierkegaard a la reflexión. Parece extraño que la modernidad tan preocupada por el individualismo, se haya perdido al hombre concreto; ese que está ahí y ahora viviendo junto a nosotros. La modernidad está más preocupada por una humanidad abstraída en un egoísmo que no se puede sustentar, que en las experiencias concretas que llevamos a cabo mientras vivimos.

El ser concreto, al contrario del ser abstracto de la modernidad, no está aislado sino todo lo contrario. Su propia concretud es la clave para entender que, al poseer un peso, un apellido, una estatura, etc., lo hace concreto y determinado.

El ser es transformado en persona cuando podemos ubicarlo en un contexto atravesado por las dimensiones de tiempo y espacio, es decir, la historia. Kierkegaard, sin proponérselo, es también un filósofo de la historia, pero no de una historia que se transformará en historiografía sino en la historia de cada uno de los existentes.

El ser concreto de Kierkegaard es el ser que está a disposición de las contingencias y está abierto a las posibilidades circunstanciales que su propio derrotero le trae. Pero estas no son simples posibilidades arbitrarias y azarosas, sino que son posibilidades determinadas por las circunstancias. Cada acción que el ser toma, ha sido resultado de una posibilidad y habilita algunas más, pero es él el que toma la decisión al elegir la posibilidad. La existencia es la relación que se establece entre las decisiones que el ser toma en virtud de las posibilidades que se le aparecen en el curso de su vida.

Circunstancias y determinación o determinación y circunstancias son las claves para entender la existencialidad.

“El Inmortal” como prueba de la existencia en-el-mundo

Si bien Jorge Luis Borges nunca se definió a sí mismo como existencialista, muchos de sus cuentos y de sus ensayos, suelen indagar en temas filosóficos.

Un poco idealista y un poco fenomenólogo, el escritor argentino nos suministra en sus obras, elementos para la indagación filosófica, y este escrito rescata uno de sus cuentos para analizar. El cuento que he elegido para sostener mi reflexión es “El inmortal”. En este cuento se narra la historia de un tribuno romano que sale en busca de un río que, según nos comenta el autor, proveía de inmortalidad a quien se sumergiera en sus aguas, lo que supone, desde mi punto de vista, una de las calamidades del pensar occidental; el temor a la decrepitud y a la muerte.

¿Por qué debemos rechazar la muerte? ¿Por qué le tenemos miedo? Porque creemos que la muerte no forma parte de la vida, y esta creencia falaz es la razón de una angustia existencial que, si no la enfrentamos de alguna manera, nos acompañará por siempre. Este rechazo a la muerte es, de alguna manera, un ocultamiento al goce de la vida. Solemos creer, incluso enfáticamente, que la muerte es una “otra cosa” de la vida o su opuesto sin considerar que solo se mueren los que están con vida.

La muerte, entonces, no es lo contrario de la vida sino su corolario, y este argumento, como podremos ver, tiene una importancia máxima en el entendimiento sobre qué es la vida ya no como bio o como zoe (vitalidad) sino como existencia, como duración con conciencia en el mundo. Pero no lo consideramos así. Desde el mismo momento en que Dios nos dio la potestad sobre la Creación (Génesis 1:28), nos creímos superiores a lo que somos y, en consecuencia, comenzamos a confundirnos con Él. Nunca entendimos muy bien eso de “Acuérdate que del polvo vienes y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Ser un organismo vivo implica necesariamente que moriremos.

El viaje de Rufo

No voy a hacer todo el relato borgeano sino rescatar y destacar algunos aspectos del cuento que sirven como sostén de mis argumentos.

Marcos Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma, llega finalmente, y después de atravesar múltiples y azarosas aventuras que no debemos entender desde un romanticismo ingenuo, a una tierra un poco extraña:

Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.

Estos trogloditas que encuentra Flavio son los hombres concretos de Kierkegaard que se han abandonado[3], creo que es la palabra correcta, a su existencia. Fíjese que este abandono es también un abandono de humanidad. Los trogloditas no hablaban y devoraban serpientes. Aquí Borges nos indica el fin –como acabamiento– de la humanidad; no hay lenguaje. Quien no habla no forma parte de la humanidad, y esta idea se refuerza con la alimentación de alimañas.

Aquí encontramos magistralmente dos ideas pareadas que hacen a la estirpe humana: el uso del lenguaje y la alimentación. Los seres humanos somos los únicos seres vivos que desarrollamos un lenguaje simbólico y somos los únicos que nos alimentamos con alimentos cocidos. Hablar y comer como lo hacemos, nos separa radicalmente de los demás seres vivos. Continuemos.

Tempranamente Jean Paul Sartre, según sus biógrafos a la edad de doce años, percibió intuitivamente[4] la importancia de la contingencia para el desarrollo de los seres humanos. La contingencia, según este autor, es el concepto de que el mundo existe pero que no debiera estar ahí o ser así como es, de lo que se desprende que el mundo no responde a una racionalidad o a un plan global divino, y no hay significados intrínsecos de los eventos. Las cosas y los sucesos son como son y no hay nada que podamos hacer para remediar esta cuestión. Hay aquí, creo, una perspectiva más cínica que estoica.

Buscar sentido a los aconteceres es una tarea absurda. La contingencia es el límite que el mundo nos pone y funciona como una resistencia: el mundo no nos permite hacer lo que queramos, él está ahí en forma de límite a nuestro propio límite expresado en la piel como frontera de nuestra encarnadura.

La existencia humana, entendida como un fluir temporoespacial en este mundo que es el mundo aquí y ahora (hic et nunc), no está gobernada por ningún destino ni puede poseer, en consecuencia, una teleología más o menos divina, más o menos racional. Los trogloditas inmortales son el ejemplo más brutal de una existencia sin sentido y la imagen que nos ofrece Borges es justamente esa:

… de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas.

Los hombres, y supongo que las mujeres también, “emergían” de “mezquinos agujeros”. Otro indicio de bestialidad; los seres humanos habitamos viviendas en formas de chozas, casas y palacios. Los seres bestiales emergen de “mezquinos agujeros”.

Emerger no es salir. Cuando uno sale de algún lugar, tiene la intención de hacerlo, cuando se emerge, es porque hay una fuerza irracional –natural dirían los vitalistas–- que compele a esa acción.

La “barba” indica que no hay preocupación por el cuerpo y el adjetivo “negligente” refuerza esta idea. Una barba recortada no pertenece a un troglodita, una “barba negligente” no es una barba humana. La desnudez, para Borges, vigoriza la “bestialidad”.

Estos seres alienados de la humanidad “infestan las riberas del Golfo Arábigo…” lo que me pone un poco perplejo, pero entiendo que este autor ha preferido la utilización de la palabra “infestar” para fortificar esa idea de bestialidad. No cabe hacer aquí, pues, un análisis racional de una figura literaria.

Este párrafo que he elegido, me es útil para decir lo siguiente.

El mundo, como roca flotante en el universo, carece de sentido y por eso es absurdo, como bien nos anunció Albert Camus en El mito de Sísifo. Nos dicen los historiadores de la filosofía que Parménides, caminando por la isla de Elea, se preguntó “¿Por qué hay ser y no hay otra cosa?” inaugurando, para mi modo de reflexionar, un sendero de indagación que no puede concluir en nada más que un sinsentido o, como dijera el filósofo argelino citado, un absurdo[5]. Incluso Martin Heidegger se sintió estimulado por la pregunta por el ser, pero no pudo evitar confundirse con este absurdo. Todo su monumental Ser y Tiempo es un intento de dar respuesta a la pregunta parmediana.

Lo que tenemos es nada más que una existencia en-el-tiempo y en-el-mundo que es resultado de nuestra condición de yecto. Heidegger primero y Sartre después nos dirán que somos “arrojados” a un mundo que está “allí” antes que nosotros, y que existir es tratar de vivir en ese/este mundo ya hecho por nuestros predecesores que nos lo han dejado construido, pero no finalizado.

Toda la justificación que pretendemos hacer de este mundo, no es más que la creación de conciencias aterradas ante esta certeza que se nos desvela en algún momento. Esta es la fuente de la angustia para Heidegger y el surgimiento de la náusea[6] para Sartre y creo que también podemos encontrar algo de Freud y quizás de Lacan. No debemos olvidar que Lacan concurrió al mismo seminario sobre la Fenomenología del Espíritu de Hegel dada por Kojeve igual que Sartre, así que es muy posible que hayan pensado, no sé si juntos, casi las mismas cosas a partir del estímulo de Kojeve.

Los trogloditas han encontrado la inmortalidad, pero para eso debieron ceder su estatus humano. Primero fueron seres humanos angustiados por una existencia que no entendieron y por eso salieron en busca de la inmortalidad creyendo que, al encontrarla, encontrarían también el sentido de la vida, y ahora son estos seres bestiales apartados de la humanidad. Viven en “mezquinos agujeros”, no hablan, comen alimañas, tienen una “barba negligente” y vaya a saber cuántas cosas más se imaginó nuestro autor. Los trogloditas inmortales están allí, sin existir como humanos sino como bestias. La existencia es esta nada pura que solo cobrará sentido el último segundo de la vida antesala de la muerte. Veamos que nos cuenta Borges:

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.

Sí. Exactamente. “Ser inmortal es ser baladí” porque la inmortalidad es, en realidad, una carga pesada para cualquier ser dotado de conciencia. Borges lo sabe, por eso dice que “todas las criaturas” son inmortales porque “ignoran la muerte, lo divino, lo terrible, lo incomprensible” y es que solo los humanos, como tenemos conciencia, sabemos que somos mortales, y este saber es una cisura, un pliegue de nuestro ser que ahora sí ya no tolera la angustia de saberse mortal porque le han dicho que es un ser divino. Dios, su Dios, lo ha hecho mortal pero no lo ha preparado para ello, y encima envió a su hijo unigénito para que, con su propia existencia, le indicara a la humanidad que es posible acceder a la inmortalidad, pero ¡que trampa más absurda! Enviar a un dios para mostrarle a los humanos lo que no pueden hacer.

Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

Aquí, según mis argumentos, Borges erra, “… un solo hombre inmortal es todos los hombres” pero el hombre no es inmortal, debe convertirse en troglodita para lograrlo, y los trogloditas no forman parte de la humanidad. Pero acierta el autor cuando dice que, si un hombre/mujer es todo lo que potencialmente puede ser, es una “manera fatigosa de decir que no soy” porque no se puede ser todo, se puede ser solo parte singular, y esta singularidad es lo que produce nuestra existencia. No somos seres absolutos ni seres totales.

La totalidad es una categoría de la conciencia que busca comprender el mundo y lo que habita en él para amortiguar su angustia ante lo incomprensible. Lo que hay, o al menos lo que podemos conocer y saber, son los fenómenos particulares que la conciencia intenciona. No es que hay “cosas” allá “afuera” de la conciencia y ellas “ingresan” a nuestra conciencia sino todo lo contrario. El concepto de intención, analizado en extremo y muy criticado también por los seguidores de Husserl, nos indica que es la conciencia quien logra captar por medio de la percepción sensorial y la intuición, los aspectos sensibles que poseen las “cosas” del mundo[7]. La conciencia se despliega intencionalmente hacia el mundo como una red en donde quedan atrapadas las cosas percibidas. Franz Brentano, el inspirador de Husserl, es quien comenzó con esta idea y será Maurice Merleau-Ponty quien en su famosa Fenomenología de la Percepción logre acabar finamente estas categorías.

Kierkegaard nos propone un interesante análisis en Temor y Temblor cuando se pone en la piel de Abraham quien debe sacrificar a su único hijo Isaac porque así se lo pidió su Dios –otra vez el Dios bromista y tramposo–, y nos aclara a su manera, que somos existencias en un mundo abierto a las posibilidades y que, al enfrentarlas, debemos decidir. Somos, en consecuencia, seres existenciales abiertos –el estado de abierto– a las posibilidades que nos trae la experiencia del mundo y estamos obligados a elegir, y cada elección abre nuevas posibilidades, y la sumatoria de esta dinámica existencial es lo que nos singulariza como seres únicos; no hay dos existencias iguales en toda la historia de la humanidad.

Cursamos nuestra existencia; no solo la vivimos eligiendo, sino que lo hacemos bajo el modo de un curso de vida existencial que debemos atravesar a un determinado ritmo que es impuesto por las normativas institucionales que se descargan coactivamente sobre nosotros. ¿Qué dice al respecto Jean Paul Sartre quizás en su frase más feliz? “Somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Simplemente maravilloso y sintético.

Finalmente, Borges encuentra el final:

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

Ahora sí, acá tenemos en este final del cuento, una de las claves del existencialismo. La muerte nos hace “preciosos” solo porque podemos tener conciencia de ella y porque significa que hemos existido, y a la vez, nos hace “patéticos” porque pasamos casi toda nuestra vida luchando contra ella.

La muerte, como fin último y trascendente de la vida, hace que cada momento que existimos sea irrecuperable y acá, nuevamente, encontramos un aspecto fundamental de la filosofía existencial.

La vida es mucho más que la sumatoria de los instantes; es el encadenamiento de los momentos que configuran la singularidad. La metáfora que prefiero utilizar no es la de un collar de perlas en donde cada hecho está aislado de los otros, aunque unido por un cordón. Me gusta más la idea de la soga anudada en donde cada nudo es producto del nudo pasado y potencia del nudo siguiente. Esta es la mejor metáfora del curso de la vida y de la existencia humana. Pero el análisis, no queda aquí.

Borges nos dice que “… cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron…” para denotar que solemos repetir acciones que ya fueron hechas por nuestros antecesores en la línea de lo que manifestaron ya los existencialistas; nacemos en un mundo que ya está hecho.  Acá creo encontrar un eco del “eterno retorno” de Nietzsche.

En este mismo tono, pero con la particularidad y la obsesión de Borges por los espejos, nos dice que “No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos”. Ahora, separándose de la perspectiva existencialista que enunció, las cosas del mundo están “perdidas” entre “infatigables espejos” porque para él, todo es una ilusión. Acá, Borges es el orientalista Borges y no el occidental. Borges se mimetiza con Schopenhauer cuando nos habla del velo de Maya que nos hace ver la realidad como una ilusión, y, fiel a su orientalidad hinduista, expresa la fórmula de la eternidad: “Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”. Si la eternidad es, y por eso hay inmortalidad, todo tiene la posibilidad de repetirse de la misma manera que ocurrió, lo que es un contrasentido para nuestra cosmovisión del mundo. Si algo ocurrió, es porque ocurrió originalmente, como es nuestra existencia. Nietzsche estaría de acuerdo.

En una concepción del tiempo circular, como la Rueda Brahmánica, todo se repite invariablemente, pero si el tiempo es lineal, todo es precario y por ello todo es trascendente porque no se vuelve a repetir de la misma manera sino de forma parecida. Borges pendula, entonces, entre su occidentalidad y su orientalidad.

Conclusión

La muerte es lo que le da sentido a la vida. “Somos seres hacia la muerte” nos dice Martin Heidegger y con este “ir hacia la muerte” develamos su sentido.

Vivimos existiendo en una roca flotando en un universo que nos es desconocido. Estamos arrojados a esta existencia sin saber por qué. Si somos seres divinos creados por un Dios, nuestra angustia no tiene sentido, pero está allí, disputando nuestra razón; entonces o bien Dios es un bromista que juega con su creación o la razón no es un arma muy idónea para ayudarnos a discernir quiénes somos y porqué nacemos o, como dice Sartre que, sin un plan divino a partir de la muerte de Dios –muerto por la sociedad racional instrumental– el mundo no tiene sentido, es absurdo.

Yo no sé si Borges y Sartre se encontraron en algún momento de sus existencias. Difícil que haya sucedido porque creo que el francés gustaba de pasear por los cafés de París, tomarse alguna bebida fuerte y combinarla con anfetaminas para después encerrarse en su estudio y escribir y escribir y escribir en tanto que Borges era más bien rutinario y aburrido. Sartre creía en el compromiso político de los intelectuales y por eso se juntó con Bertrand Russell y pidieron el fin de la guerra de Vietnam, y junto con Camus y con Merleau-Ponty se sumaron a las barricadas del ‘68 y pidieron por la independencia argelina, Borges descreyó de la política y sostuvo el desatinado de que la democracia era un “absurdo de la estadística”.

Finalizo, pues, con un pensamiento de Sartre escrito en La Náusea que nos debe preocupar y fomentar nuestra lectura para seguir indagando acerca de nuestra existencialidad en este mundo que no es más que una roca flotando en una órbita más o menos constante en un universo que ni siquiera sabe que estamos aquí.

La cosa esencial es absurda. Quiero decir que por definición la existencia es no necesidad. Existir es simplemente estar ahí; lo que existe aparece, se deja encontrar, pero nunca se puede deducir. Hay gente, creo, que ha entendido esto. Sólo ellos han intentado superar esta contingencia al inventar un ser necesario, causal. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una ilusión, una apariencia que puede ser disipada; es absoluta, y en consecuencia perfectamente gratuita.

Los trogloditas están “ahí”, sin una existencia y sin sentido porque son inmortales y, al serlo, han dejado de ser humanos. La pregunta por el sentido que inauguró Parménides, es un absurdo y, si la vida tiene sentido, este reside en “ir hacia la muerte” como nos dijo en las primeras décadas del siglo XX Martin Heidegger.

Toda nuestra existencia, se despliega en el tiempo y en el espacio bajo la modalidad de un curso, y solo podemos probar que lo que hay es solo esta existencia singular de cada persona concreta que se despliega entre dos nadas; la previa a nuestro nacimiento y la posterior a nuestra muerte, pero este aserto no es del agrado de la humanidad moderna que persiste en creerse inmortal y por ello se regodea en su angustia.

Referencias bibliográficas

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[1] Licenciado en Sociología (UBA). Magíster en Política Social (UBA). Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor titular (interino) del seminario de investigación “Envejecimiento y Sociedad” (carrera de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales. UBA). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

[2] Todos ellos fueron lectores de Henri Bergson quien ha cobrado fama en el campo filosófico por su concepto de dureé que se entiende, generalmente, por duración. Lamentablemente no daré cuenta del pensamiento de este filósofo encolumnado también en las corrientes vitalistas.

[3] Abandonarse, dirán los existencialistas, forma parte de la experiencia in-auténtica de la existencia.

[4] Percepción e intuición son dos conceptos fundamentales para la fenomenología que, por razones de pertinencia temática, no abordaré hoy aquí.

[5] Siguiendo con este sendero del análisis, Alan Badiou (2013) también concluirá que la filosofía es también un absurdo.

[6] Justamente, Sartre escribirá su famosa novela La Náusea para dar cuenta de sus ideas.

[7] Por el concepto de intencionalidad de la conciencia, Husserl ha sido comprendido como un idealista trascendental.