Miedo a envejecer. Representaciones e imaginarios sobre la vejez en Argentina
Fernando Rada Schultze[1]
Recibido: 12-09-2021
Aceptado: 25-11-2021
Resumen:
Desde hace poco más de un año el mundo atraviesa una crisis sanitaria sin precedentes con impacto no sólo en la salud, sino también en la educación, la economía, y el trabajo, entre otras. Asimismo, esta crisis además de generar nuevas incertidumbres y preocupaciones respecto al propio devenir de las personas, trastocó las relaciones sociales, la vida cotidiana y el modo definir a ciertos actores: la vejez comenzó a ser denominada como “grupo de riesgo”. Así, valiéndose del análisis de estadísticas actuales sobre las preocupaciones de la población argentina presentes en los medios de comunicación y la opinión pública, el artículo problematiza el modo en que ellas se relacionan con las representaciones, imaginarios y estereotipos sobre la vejez, como así también la forma en que estas pueden determinar valoraciones negativas sobre las personas mayores.
Palabras clave: representaciones - imaginarios - sociología del envejecimiento - sociología del miedo - edadismo.
Abstract:
For just over a year, the world has been going through an unprecedented health crisis with an impact not only on health, but also on education, the economy, and work, among others. Likewise, this crisis in addition to generating new uncertainties and concerns regarding people's future, disrupted social relationships, daily life, and the way to define certain actors: old people began to be called a “risk group”. Thus, using the analysis of current statistics on the concerns of the Argentine population present in the media and public opinion, the article problematizes how they are related to representations, imaginaries, and stereotypes about old people, as well as how they can determine negative conceptions of older people.
Keywords: representations - imaginaries - sociology of aging - sociology of fear - ageism.
Introducción
“We don’t understand death. And the proof of this is that we give dead people a pillow. I think if you can’t stretch out and get some solid rest at that point, I don’t see how bedding accessories really make the difference. They got the guy in a suit with a pillow. No is he going to a meeting, or is he catching forty winks? Let’s make up our mind where we think they’re going”. Seinfeld, “The pony remark”.
En la historia de la humanidad siempre existieron personas definidas como viejas por sus poblaciones: quienes eran los y las mayores de la comunidad recibían esta consideración y un rol o expectativa social en función de la edad. Empero, los modos de definir a las personas mayores y su abordaje –tanto estatal como académico– no permanecieron perennes (Mariluz, 2009). Asimismo, el tiempo presente ofrece una particularidad para las ciencias sociales. Quienes ahora han envejecido son las sociedades.
Si tomamos la definición de vejez como aquella persona mayor de 60 años establecida por la Asamblea Mundial del Envejecimiento de Viena en 1982, observaremos que asistimos a un proceso en el que las personas adultas mayores devinieron en un grupo de peso para sus comunidades. Así, producto de diversas variables –como reducción de la natalidad, aumento de esperanza de vida y procesos migratorios (Magnus, 2011)–, las estructuras poblacionales comenzaron a verse reducidas en sus bases y extendidas en sus centros y cúspides. En ese sentido, junto a otros países de la región, como Chile, Cuba y Uruguay, la Argentina experimenta en las últimas décadas un creciente envejecimiento poblacional. De hecho, en el censo argentino del 2010 el porcentaje de personas mayores superó el 14% (INDEC, 2012)[2]. Por otra parte, algunas proyecciones señalan que para el 2050 una de cada cuatro personas será adulta mayor (UNFPA, 2017).
En ese sentido, podemos afirmar que estamos presentes ante un cambio de estructura poblacional sin parangón en la historia. Asimismo, esta transformación demográfica nos invita a una profunda reflexión desde la teoría social ya que, ante un cambio de esta magnitud y en el afán de conseguir dar forma a sociedades más democráticas e igualitarias, deberíamos repensar la agenda estatal y el acceso y cobertura de derechos como el trabajo, la jubilación y la salud, entre tantos otros.
No obstante, a lo largo del tiempo no sólo se han experimentado modificaciones en las pirámides de población, en las formas de denominar a las personas mayores y en los interrogantes sobre cómo abordar esta materia. También, por el contrario, algunas preocupaciones e incertidumbres se mantuvieron conforme el paso del tiempo. Entre ellas podemos enumerar consternaciones que han acompañado a la humanidad como el devenir, el sentido de la vida presente o la existencia de una posterior, como así también sobre el final de la misma: la muerte. Así, a pesar de que la muerte y la vejez son intrínsecas a la vida ya que envejecemos y morimos si hemos vivido, el epígrafe que da inicio a este artículo pone de manifiesto de modo jocoso la incomprensión de este fenómeno vital. Contrariamente, la muerte se nos presenta como un objeto esquivo tanto en su aprehensión como en su representación (Lynch y Oddone, 2017; Sánchez, 2013). De ese modo, esta ininteligibilidad e incertidumbre frente al transcurrir de nuestras trayectorias convirtieron a la muerte (y a todo aquello que nos la recuerda) en un tema tabú.
Sin embargo, entre las múltiples diferencias que pueden existir entre el campo artístico –de la cual la cita que abriera este artículo es una expresión– y el de las ciencias sociales, podemos señalar una nada desdeñable: la libertad y autonomía del primero frente a la utilización de reglas analíticas estandarizadas (Cerami, 2003), lo cual le brindaría cierto carácter predictivo o disruptivo. En esa línea, como señala Rinesi (2005):
Lo que se abre ante nuestros ojos es la imagen de una sociedad atravesada, en cada uno de los momentos que describe su historia, en cada uno de los “períodos” en los cuales esa historia puede ser eventualmente dividida o clasificada, por las oposiciones y la negatividad... El arte, en la medida en que se instala siempre en el seno de estas contradicciones y que puede apresar estas “tendencias anticipatorias” en su ser pura posibilidad, en el espacio virtual de ese horizonte todavía irrealizado en el que apenas pueden anunciarse, tiene una capacidad anticipatoria necesariamente mayor que la de las llamadas “ciencias sociales”. Ciencias sociales que, no pudiendo trabajar sino con “hechos”, sólo pueden aprehender esas tendencias cuando ellas ya dejan de serlo, concretizándose, materializándose, cristalizándose, volviéndose realidad social y actualidad histórica (p. 114-115).
De este modo, haciendo propias las palabras de ambos autores, la independencia del arte le permitiría anteponerse a los “hechos”. Por otro lado, como señala Ortiz (1997), la falta de certezas de las ciencias sociales no debe ser entendida como una limitación, sino comprender que ellas son siempre una autoconciencia crítica de la realidad. Más aún, como destaca el autor, cuando los objetos no han llegado a disfrutar del “pleno derecho de ciudadanía”, no se han cristalizado todavía o el pensamiento encuentra dificultades en su comprensión (p. 31-32).
Así, aquella cita que de forma irónica problematizara sobre la muerte, puede resultar un punto de partida para la reflexión teórica que aquí nos propondremos: la relación entre las percepciones de temores presentes en la opinión pública y su relación con los estereotipos sobre la vejez. En ese sentido, la necesidad de que aquellos objetos de análisis, los hechos sociales, estén consumados –es decir, hechos–, nos conduce a plantear una estrategia de abordaje que combine los principales aportes de la sociología del envejecimiento junto a datos recientes sobre las preocupaciones de parte de la población argentina.
De esa forma, valiéndonos de las herramientas y avances teóricos de la sociología del envejecimiento, buscaremos echar luz sobre las representaciones e imaginarios sociales que existen en torno a la vejez con el objetivo de rastrear en qué medida estas imágenes y estereotipos guardan relación con gran parte de los miedos sociales que imperan en la sociedad argentina. A tal fin se analizarán los principales relevamientos realizados por consultoras de la Argentina y difundidos en los principales medios de comunicación del país durante el último año.
En ese aspecto, el trabajo analizará tres encuestas distintas realizadas en diferentes momentos de la pandemia a fin de rastrear el desarrollo de las preocupaciones y temores de la sociedad: una en los primeros meses de la cuarentena, la segunda de finales del 2020 y la tercera, recientemente. En ese marco, la pandemia ofrece interesantes elementos de análisis. Por un lado, trastocó las relaciones sociales, conllevó a innumerables pérdidas humanas y, en lo que respecta a las representaciones, posicionó a la vejez como grupo de riesgo. Así, al tiempo que la ciencia daba un salto cualitativo inigualable (como fue el descubrimiento y producción de una vacuna con una premura sin precedentes en la historia) utilizaba nuevamente discursos discriminatorios sobre la vejez posicionando a las personas mayores en el mismo lote de enfermedades prexistentes. Empero, esto no ha sido un fenómeno novedoso. Por el contrario, se trata de representaciones implícitas que, como veremos aquí, vuelven a emerger en momentos de crisis.
La transmisión y herencia del miedo desde la sociología clásica
Si bien comúnmente el miedo y las fobias han sido abordados como temores individuales, es decir, explorados desde la psicología en tanto emoción (Tudor, 2003), en las últimas décadas ha proliferado una literatura social que se aproxima a este campo de estudio destacando la existencia de una cultura del miedo (Furedi, 2002). Alienándose a estos supuestos, la meta de este artículo persigue hacer énfasis en la construcción social de determinados miedos y su transmisión. Así, valiéndose de las premisas básicas de la sociología clásica, el foco estará puesto en aquellas preocupaciones que tensionan a la moral colectiva (Durkheim, 2000), la cual no puede ser entendida como una sumatoria de voluntades y percepciones de personas atomizadas. Contrariamente, se trataría de una instancia superadora, distinguible y con sustrato en la sociedad (Durkheim, 1997).
La recuperación de la sociología clásica para comenzar a delinear las principales preocupaciones sociales y su relación con las representaciones sobre la vejez, no es azarosa. Como señalan los trabajos de la sociología del miedo y las emociones, esta disciplina en sus orígenes, consternada por la pérdida del orden y cohesión social, vio en los individuos “una actitud de reserva, indiferencia y aversión ante el contacto con extraños” (Luna-Zamora y Mantilla, 2017, p. 27). Es en este contexto que la sociología moderna emerge con la intención de comprender y dar cuenta de aquel extrañamiento que experimentan las personas ante situaciones de crisis en sus trayectorias vitales (Rada Schultze, 2016). En esa línea, podemos situar la obra del Suicidio (Durkheim, 2006) como una de las primeras aproximaciones en la materia que tuviese como horizonte hacer hincapié en el hecho de que incluso preocupaciones y elecciones personalísimas –como la decisión sobre la propia existencia– tenían un carácter social.
Asimismo, entre las premisas dukheimianas podemos destacar la refutación de supuestos individuos atomizados y auto-realizados. Según la caracterización del autor, los hechos sociales se distinguen por su tendencia cristalizada, su regularidad y normalización, del mismo modo en que su explicación y comprensión no puede ser hallada en los individuos. Es a la sociedad a la que pertenece su invención como así también es ella quien nos trasciende temporalmente (Durkheim, 2005).
Entre los discípulos de esta corriente podemos ubicar la conceptualización de la memoria de Halbwachs, cuya obra ha sido de gran utilidad para la sociología del envejecimiento (Oddone y Lynch, 2008). Observando la memoria en tanto hecho social, el autor señala la existencia de una memoria colectiva y prestada perteneciente a quienes nos precedieron. De ese modo, una serie de recuerdos de vital importancia para la sociabilidad llegan a nosotros y nosotras por medio del aprendizaje y la transferencia de las personas antecesoras. Asimismo, esta transmisión dará forma a una comunidad. En efecto, esta conceptualización respecto a la “memoria prestada” que nos ofrece Halbwachs (2011), nos habla de un pensamiento que, al igual que los hechos sociales, no es de nuestra autoría. Por consiguiente, a pesar de que esta memoria es exterior, se vincula estrechamente con nuestra memoria personal e interior, la cual será tanto constitutiva de nuestra identidad como del lazo social y de una historia compartida (Cruz, 2007). Respecto a esta cuestión encontramos un punto de conexión con los análisis que las ciencias sociales han hecho sobre los tipos de miedos.
Como destaca Furedi (2002), al tiempo que en el presente siglo nos encontramos con mejoras en materia de seguridad personal y calidad de vida en comparación a otras épocas, emergen en simultáneo nuevas preocupaciones sobre nuestro devenir transmitidas por los medios de comunicación que no se condicen con los avances técnicos y tecnológicos actuales. Al mismo tiempo, ocurre un fenómeno inverso: las personas ya no depositan sus esperanzas en un futuro próspero, sino que por el contrario viven con añoranza el tiempo pasado (Bauman, 2017). En ese sentido, posiblemente una aseveración del acervo común esté en lo cierto: le tememos a lo desconocido. Empero, aquella incertidumbre no llega a nuestras vidas vacía de contenido. Por el contrario, se transmite intra e intergeneracionalmente y, en un contexto de acelerada difusión de la información, deviene en una madeja de miedos (Augé, 2014).
Pero los axiomas básicos de las ciencias sociales en general y de la sociología en particular no sólo nos permiten dar cuenta de la memoria, los miedos y su transferencia en tanto hechos sociales. También la vejez soporta un análisis de esta índole.
En relación a lo expuesto, debemos señalar que el actual fenómeno de envejecimiento poblacional presenta algunas características que lo convierten en un objeto factible de indagar en tanto hecho social. En primer lugar, encontramos un proceso con una marcada tendencia en alza; es decir, regularizado y cristalizado. En segundo lugar, desde la sociología del envejecimiento consideramos que es la sociedad quien desea que, conforme el paso del tiempo, aumente la esperanza de vida y con ese horizonte diseña y destina recursos a tal fin. Pero, por otra parte, nuestro devenir como personas mayores no sólo se basa en el desarrollo de una trayectoria biológica, sino también es producto de nuestra historia biográfica. Así, nuestros procesos de envejecimiento consisten en cursos de vida dinámicos que se ven atravesados por múltiples y diversos puntos de inflexión que condicionarán el modo en que lleguemos a la vejez. De esta manera, se generan distintas construcciones de vejeces atadas a las diversas condiciones de vida transcurridas en nuestro desarrollo y experiencias acopiadas (Lalive d'Epinay et al, 2005). Empero, por último, debemos poner de manifiesto su arista coercitiva: al tiempo en que los Estados invierten cada día más con el afán de lograr que su ciudadanía mejore y extienda su expectativa de vida, la eutanasia, la muerte digna y la decisión sobre el propio devenir continúan siendo temas esquivos en su debate; en un tema tabú. Comencemos entonces a indagar en los modos en que las representaciones e imaginarios sobre la vejez y la muerte, al igual que otras preocupaciones colectivas, se relacionan.
La cultura del miedo en tiempos de pandemia
Existen en el mundo diversos estudios que persiguen dar cuenta de determinadas preocupaciones y temores sobre el futuro que consternan a la población. Entre ellos podemos enumerar proyecciones como las esbozadas en Global Advisor[3] en torno al relevamiento realizado en 31 países. Asimismo, de América Latina fueron parte del último estudio realizado en diciembre de 2020 países como Brasil, Chile, Perú, México y Argentina[4]. Asimismo, para el tema que aquí nos compete, podemos destacar trabajos como The annual Chapman University Survey of American Fears[5] o What Worries the World,[6] los cuales indagan en las preocupaciones actuales de la población y compara su desarrollo con estudios anteriores.
Al igual que en otros países, en Argentina este tipo de estudios es llevado adelante por Ipsos y difundido en los principales medios de comunicación de alcance nacional. En ese sentido, en los datos que recogió este trabajo en diciembre del 2020, y comparándolos con los de noviembre pasado, observamos que entre los principales temores de la población argentina aparece: el desempleo (46%, con un aumento del 3% respecto al mes anterior), la inflación (41%, con una reducción de 3%), el crimen y la violencia (40%, con una baja del 4%), la pobreza y desigualdad social (37%, creciendo un 5% en comparación al relevamiento previo) y la corrupción financiera/política (31%, con un decrecimiento del 4%). Contrariamente, no deja de ser llamativo que otros asuntos como la pandemia del COVID-19, a pesar de ser una crisis sanitaria global, se ubique en la séptima posición (17%, con un descenso del 7%)[7].
En sintonía con lo dicho, otros estudios hallaron inquietudes similares durante el transcurso de la pandemia. Entre ellos podemos destacar el reciente análisis de la consultora Management & Fit. Según este estudio, al 55,9% de las personas le genera mayor consternación las consecuencias económicas de la pandemia antes que la posibilidad de contagiarse el virus (31,3%). Asimismo, la inquietud por la situación económica asciende al 64% en el grupo comprendido entre 40 y 75 años. Por otro lado, en comparación al año anterior, el 67,7% de la población estudiada entiende que el país empeoró. Contrariamente, en relación a una mejora futura, la desazón y el pesimismo alcanzan el 57,7%. Así, más de la mitad de las personas entrevistadas consideran que la economía del país continuará en declive. Por último, cabe destacar que de este trabajo también se desprenden inquietudes similares a los del estudio anterior: la corrupción (30,6%), la inflación y aumento de tarifas (22,4%), la inseguridad (14,7%) y la pobreza (11,3%)[8].
Por último, un tercer estudio que tomamos en consideración fue “La vida en tiempos de Covid-19” desarrollado por el Centro para la Evaluación de Políticas basadas en Evidencia de la Universidad Di Tella durante los primeros meses de la pandemia, donde también se observa una preeminencia de las consecuencias del confinamiento por sobre la propagación del virus. Si bien el trabajo observó principalmente las medidas adoptadas por el gobierno y el impacto de la cuarentena en las sociabilidades cotidianas, emergen aquí también preocupaciones económicas (el desempleo en el 19%) y de la salud (21% teme morir o enfermarse). A su vez, también se destaca el descreimiento hacia el Estado y la política (el 72% desconfía de los partidos políticos y de la justicia)[9].
Hecho este breve repaso por las principales encuestas realizadas en Argentina durante el último año, podemos comenzar a rastrear algunos puntos de conexión entre los distintos datos que ellas nos arrojan. En esa línea, uno de los vértices en donde coinciden es en la similitud de preocupaciones que estos estudios destacan.
En efecto, si diseñáramos y agrupáramos en dimensiones analíticas a las principales inquietudes que aquejan a la ciudadanía argentina, veríamos que tres de ellas se ubican en torno a asuntos económicos (desempleo, inflación y pobreza), otra en la esfera de la justicia y la política (la corrupción), y la última respecto a la seguridad personal (el crimen y la violencia). Asimismo, si bien el temor a la muerte figura entre las consternaciones de la ciudadanía, la misma no emerge vinculada directamente a la pandemia. Por el contrario, son otros factores exógenos los que llevan a la ciudadanía a problematizar sobre su devenir como la inseguridad, los robos y otros hechos de violencia.
Sin embargo, un dato relevante que surge del análisis sobre los modos en que la población representa e imagina los riesgos que la circundan es que, a pesar del descreimiento creciente frente a los canales de participación y sistema de representación político, las personas no presentan una actitud apática (BermúdezCano, 2013; Ungar, 2003). Por el contrario, al igual que señaló la encuesta de la Universidad Chapman, los miedos se traducen en los procesos electorales: el 22,6% votó por un candidato confiando en que resolvería sus temores[10]. Algo similar puede observarse en el caso argentino y la participación política de su ciudadanía. Empero, la elección no radicaría en depositar en la política la esperanza de una posible solución futura. Por el contrario, las motivaciones se encuentran en las representaciones que las personas tienen del pasado. Esto explicaría que el 30% escogiera a sus representantes con la ilusión de recuperar un estilo de vida social y económico supuestamente perdido (Rada Schultze, 2021).
De lo dicho emergen dos conceptos nodales para este artículo y que serán de gran utilidad para dar cuenta de la relación entre la cultura del miedo y el envejecimiento: las representaciones e imaginarios.
Vejez, representaciones e imaginarios
Como se habrá podido observar los temores y preocupaciones que atañen a gran parte de la población argentina versan sobre incertidumbres respecto al propio devenir. Es decir, giran en torno a experiencias que aún no han vivenciado en base a representaciones e imágenes que tienen del futuro.
Sin embargo, como señala Mariluz (2015) combinando la sociología del envejecimiento con la fenomenología, estas representaciones dan forma al mundo de la vida y estructuran y ordenan los modos de relacionarnos, imbricando así el mundo de sentido singular con el colectivo, como así también el ser individual con el social. En ese sentido, las representaciones que tengamos sobre nuestras preocupaciones como así también sobre la otredad –en este caso, las personas mayores–, determinarán nuestro modo de “hacer mundo”, de acto de reconocimiento y experiencia comunitaria (Husserl, 2009, p. 81, 82).
La conceptualización sobre las representaciones e imaginarios sociales ha sido ampliamente trabajada por las ciencias sociales. Por ejemplo, valiéndose de la representación colectiva durkheimiana –entendida como aquella que no puede reducirse a la suma de representaciones de los individuos que conforman una sociedad–, Moscovici (1979) comienza a delinear la noción de representación social definiéndola como aquella que se compone de figuras y expresiones socializadas. Para el autor, una representación social es una organización de imágenes y de lenguaje porque recorta y simboliza actos y situaciones que son o devienen en comunes. Por otra parte, según señala Moscovici, la representación social “se capta como el reflejo, en la conciencia individual o colectiva, de un objeto, un haz de ideas, exteriores a ella”. Asimismo, si bien es cierto que la representación social tiene un carácter reproductivo, esto implica un “reentramado de las estructuras, un remodelado de los elementos, una verdadera reconstrucción de lo dado” (Moscovici, 1979, p. 16, 17).
Por otro lado, siguiendo a Le Boudec (1984), las representaciones sociales pueden ser consideradas como modelos evaluativos imaginarios, pero también de clasificación y explicación de la realidad social que conducen a normas individuales y colectivas de la acción.
Así, las representaciones sociales suelen ser definidas como un dispositivo de aprehensión de fenómenos esquivos, complejos o conflictivos y en tanto mecanismo cognitivo del orden de lo social que tiene como objetivo comprender las múltiples realidades sociales en las cuales habitamos (Jodelet, 1989). No obstante, los cambiantes contextos ofrecen una serie de escollos en la comprensión e incorporación de las representaciones e imaginarios sociales (Castoriadis, 1990; 1997). De esa manera, “los imaginarios sociales vendrían a ocupar el lugar de las ideologías, generando una imagen de estabilidad en un mundo donde los cambios son la norma” (Torrejón-Carvacho, 2007, p. 298).
En ese sentido, una de las “nuevas realidades” emergente es el fenómeno creciente de envejecimiento poblacional, el cual no sólo debe ser representado, sino que el mismo llega a nosotros y nosotras cargado de representaciones sociales de cómo debe ser entendida la vejez.
Recuperando lo dicho, en base a las representaciones que tengamos de la vejez daremos forma a nuestro mundo de sentido y nos relacionaremos con las otras personas. De esa manera, en base a determinadas imágenes de la vejez actuaremos en consecuencia. En síntesis, nuestras actitudes consistirán en predisposiciones para la acción (negativas y positivas) frente a determinados objetos y la valoración y evaluación que de ellos hagamos (Vujosevich, 2013).
Por último, debe señalarse que el estudio de las representaciones e imaginarios sociales sobre la vejez ha crecido exponencialmente en la literatura sociológica argentina de las últimas décadas. De allí emergieron trabajos que problematizaron sobre conceptualizaciones etarias (Gastrón et. al., 2013), sobre la imagen de la vejez en el ámbito educativo (Oddone, 1998; 2013), en los medios de comunicación (Rada
Schultze, 2012) y en la construcción de la agenda política (Mariluz, 2009), entre otros. Si bien estas investigaciones abordan temáticas disímiles, coinciden en dos aspectos.
Por un lado, en que la vejez es una construcción social a lo largo del curso de la vida y, por el otro, en que se encuentra circundada por una serie de representaciones discriminatorias: el edadismo/viejismo.
La vejez como personificación de los miedos sociales
El edadismo –traducción de ageism– consiste en estereotipos, mitos, prejuicios y la segregación de las personas a raíz de su edad. Se trata de la extrapolación de aspectos inexactos, presentes en algunos casos excepcionales, a todo un colectivo etario. Entre estos rasgos, quizás el más común sea la caracterización de la vejez como sinónimo de senilidad, deterioro y limitación física, inutilidad, debilidad, fragilidad y proximidad a la muerte, entre muchas otras[11]. De ese modo, la vejez suele quedar encorsetada en un modelo homogéneo y unívoco que ignora la diversidad en el curso de la vida y la vejez como una construcción social.
En relación a los miedos y preocupaciones revisadas y agrupadas previamente en las categorías esbozadas, posiblemente la de mayor claridad en cuanto a su relación con las representaciones sobre la vejez sea la de la seguridad personal y la salud. Específicamente sobre la finitud de la vida y la enfermedad (Estes y Binney, 1989).
Como resalta Pellissier (2013), no todas las personas mayores son enfermas, pero:
como uno se enferma cada vez más tarde, suele asociarse vejez con enfermedad… Actualmente, la mayoría de los fallecimientos se produce en la tercera edad, lo que agrava la confusión entre vejez y muerte. La tendencia a ocultar la muerte, que se observa en nuestra cultura, conduce también entonces a ocultar a estas personas muy viejas que nos recuerdan demasiado (p. 23).
Retomando la propuesta del autor, la muerte no sólo se nos presenta como un tema tabú, sino que la representamos de manera directa a la vejez: para el sentido común la adultez mayor es sinónimo de muerte y la muerte es una cuestión de las personas mayores. Asimismo, a pesar de que la muerte delimita y da forma a nuestra vida (Simmel, 2007), se nos presenta como un enigma angustiante imposible de comprender que buscamos eludir y ocultar de nuestra reflexión (Sánchez, 2013). Por consiguiente, también evitaremos aproximarnos a aquellas personas y etapas de la vida que nos la evoquen: “El temor a la vejez y la obsesión economista conducen a deformar la realidad: se exagera siempre el número de quienes se detesta” (Pellissier, 2013, p. 22).
Una segunda dimensión que planteamos respecto a la construcción social de los miedos y que también guarda relación con las imágenes de la vejez, refiere a las preocupaciones económicas. Como señala Augé (2014), en las sociedades de mercado “la angustia del envejecimiento es precisamente concomitante con la vulnerabilidad de las posiciones adquiridas” (p. 27).
La vejez en el imaginario argentino frecuentemente es asociada a situaciones de pobreza, la jubilación o el retiro de la actividad productiva. La vejez en este punto también suele ser definida como un conjunto de pérdidas, aunque en este caso no refería a facultades intelectuales o motrices, sino al poder adquisitivo.
En efecto, como señalaron otros trabajos, la vejez y las prestaciones sociales que las personas mayores reciben suelen ser representadas como limitadas y residuales, llevándolas incluso a la indigencia. Asimismo, la latente situación de pobreza y la inaccesibilidad a servicios sociales básicos ha sido incluso objeto de humor durante décadas en los principales medios de comunicación argentinos (Rada Schultze, 2012).
Por otro lado, si bien las personas mayores argentinas (como así también sus familiares a cargo y ex combatientes de Malvinas) cuentan con servicios de salud como el Programa de Atención Médica Integral (PAMI) –que con sus más de 5 millones de personas afiliadas la convierte en la mayor obra social de Latinoamérica[12]–, lo cierto es que al mismo tiempo la mitad de ellas sólo acceden a la jubilación mínima pudiendo cubrir solamente el 30% de sus necesidades básicas[13][14]. De ese modo, en el imaginario argentino llegar a la vejez significa devenir pobre y, viceversa, la pobreza es de las personas mayores.
Una última dimensión en torno a la cual agrupamos los asuntos que inquietan a la población argentina fueron los de índole política. Entre ellos apareció el descreimiento de las instituciones a la hora de dar respuesta a las necesidades de su población, la falta de justicia y la corrupción. Respecto a este punto también podemos trazar una relación con los estereotipos sobre la vejez.
En relación a la adultez mayor y su participación política existen dos construcciones míticas. Por un lado, una supuesta apatía que se emparenta a la teoría del desapego de Cumming y Henry (1961): las personas mayores no se interesarían por las problemáticas de su entorno y permanecerían absortas de la realidad. El otro estereotipo de la vejez y la política culpabiliza a las personas mayores por el rumbo del país: la adultez mayor es considerada afín a regímenes conservadores y, según esta representación, sería la responsable del ascenso de estos partidos.
Pero ninguna de estas descripciones parece condecirse con los datos recabados. En principio, y a pesar de que las elecciones no son obligatorias para quienes superan los 70 años de edad, la participación de las personas mayores en los actos electorales es codiciada por los partidos políticos: el mal llamado “voto abuelo” representa aproximadamente 3,5 millones de personas[15]. Esto posiblemente motive al imaginario que culpabiliza a los y las mayores por la llegada al poder de sectores conservadores.
No obstante, analizando de modo biográfico la participación política de los y las mayores, se pudo evidenciar una continuidad entre sus propias identificaciones políticas y las opciones que escogieron en sus trayectorias. Asimismo, a pesar de las críticas que puedan realizar a los gobiernos de turno, y producto de que sus cursos vitales estuvieron mayoritariamente signados por regímenes dictatoriales, las personas en su mayoría valoran positivamente el acto democrático. Así, devenir mayor no se traduce necesariamente en una postura conservadora o antidemocrática (Rada Schultze, 2021). En tal caso, producto de que la vejez es una construcción social en el curso de nuestra vida, la discusión debería enfocarse en si las sociedades en sí mismas son las conservadoras.
Reflexiones finales
A lo largo de estas líneas buscamos por medio de la sociología clásica dar cuenta de la existencia de una serie de miedos que, lejos de constituirse como fobias irracionales, pueden ser explicados en tanto hechos sociales debido a su regularidad, tendencia y cristalización. Asimismo, si bien los mismos pueden no tener correlato con experiencias pasadas, producto de las representaciones e imaginarios sociales imperantes estos logran transmitirse, aprenderse e incorporarse. En ese sentido, valiéndonos de la sociología de la memoria, podemos temerle a lo desconocido o no vivenciado, pero no por eso deja de ser heredado.
Desprendiéndose de lo dicho, un segundo supuesto que vertebró este análisis fue que gran parte de estas preocupaciones sociales se asemejan a las prenociones y opiniones que tenemos de la vejez. Tal como intentamos plasmar en estas líneas entendemos que la representación de la vejez y los imaginarios que la circundan depositan en las personas mayores y personifican parte de esos temores sociales en un grupo de personas.
Por otra parte, el rastreo de estos datos estadísticos se concentró en aquellos difundidos por los principales medios de comunicación. La elección de observar estos medios radicó en que ellos tienen la capacidad no sólo de difundir imágenes, sino también de producirlas. En efecto, los medios tienen gran influencia en los modos en que “las personas perciben la vejez y el envejecimiento, influyendo en el aprendizaje de esta etapa y este proceso, sobre el bienestar de los mayores y el desarrollo de relaciones intergeneracionales” (Torrejón-Carvacho, 2007, p. 298).
Asimismo, combinando con la literatura de la sociología del envejecimiento pudimos analizar críticamente las formas que adquieren los imaginarios y las representaciones sociales sobre la vejez en la Argentina en base a diferentes dimensiones como la económica, la política y el binomio seguridad-muerte.
Si bien comenzamos este artículo con una cita que satirizaba sobre la muerte y su ininteligibilidad, lo cierto es que los aportes de la triada sociológica elegida (las corrientes clásicas, la de las emociones y miedos y la del envejecimiento) nos permitieron observar que no sólo la muerte se vuelve un objeto esquivo de aprehensión. En un contexto de crisis como el actual, el propio desarrollo de la vida –el envejecimiento– parece caracterizarse por un vacío de certezas. Así, el temor no podría limitarse solamente a las preocupaciones actuales o la vejez como resultado del edadismo, sino también a desarrollarse en un contexto plagado de incertidumbres sobre el propio devenir (Bauman, 2012). Empero, a pesar de la falta de comprensión frente al fenómeno, podemos intentar comprender cómo estos temas tabú además de ser personificados terminan por ocultarse.
En ese sentido, el envejecimiento poblacional –marcado por un contexto en el que viviremos más tiempo en comparación a otros momentos históricos y seguramente sea la vejez la etapa de la vida donde trascurra la mayor parte del tiempo de las personas– y sus representaciones edadistas, nos abren una serie de interrogantes: ¿Cómo podremos atrevernos a transitar una etapa vital cuya representación e imagen se caracteriza por un sinfín de desvalorizaciones?
Empero, sobre este aspecto podrá decirse que los estereotipos sobre la vejez no devienen necesariamente en un desprecio o miedo a ella. Asimismo, dentro de la lógica argumental del artículo podría criticarse que si hemos partido de la premisa de que las preocupaciones sociales pueden comprenderse racionalmente, se ven reflejadas en estadísticas y en última instancia los temores imperantes en la sociedad se condensan y representan en la vejez, ¿por qué entonces no emerge en la lista de consternaciones de la ciudadanía argentina una en relación a la edad? Sobre este punto la psicología puede echar luz mediante la conceptualización de “viejismo implícito”.
A diferencia de lo que ocurre con otros colectivos discriminados, nadie se declararía “anti-vejez” (Levy y Banaji, 2002). En ese sentido, el hecho de que nadie se lo adjudique vuelve engorrosa su resolución ya que este tipo de segregación, al no pertenecer a nadie, pasa a ser de toda la población. Asimismo, distinguiéndose de lo sucedido con otro tipo de discriminaciones (por ejemplo, por género, recursos económicos, etnia, entre otros) la desvalorización por edad nos atañe a todas y todos debido a que, si vivimos, envejeceremos. De este modo, y en un contexto de envejecimiento poblacional, continuar ignorando y ocultando a las personas mayores y sus problemáticas será un oxímoron de sociedades democráticas que vulneren los derechos de quienes, posiblemente, serán mayoría.
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[1] Sociólogo. Especialista en Planificación y Gestión de Políticas Sociales. Magister en Políticas Sociales.
Doctor en Ciencias Sociales. Docente del seminario “Envejecimiento y Sociedad” (UBA). Investigador del
Programa Envejecimiento de la FLACSO. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
[2] Si se considera como persona mayor a toda aquella que supera los 65 años, el último censo arrojó un 10,23%. Empero, en base a las recomendaciones de la Asamblea Mundial del Envejecimiento de Viena de 1982, es decir 60 años y más, observamos que en la Argentina el censo de 2001 ya arrojaba un 13,4% de personas viejas, mientras que en el último censo este índice fue del 14,3%. Disponible https://www.indec.gob.ar/ftp/cuadros/sociedad/encaviam.pdf
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[9] Disponible https://eleconomista.com.ar/2020-07-segun-estudio-a-los-argentinos-les-preocupa-mas-lacuarentena-que-el-coronavirus/
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[14] _0_vpF33xfdE.html
[15] Disponible https://www.clarin.com/sociedad/elecciones-2019-ley-obliga-mayores-70-listos-votarpueden-influir-eleccion_0_KhVqxwGv.html